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Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los santos y de los profetas

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en África. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 23 de enero

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en África.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Romanos 8,31-39

Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol cierra esta parte de la Epístola centrada en el Espíritu con un himno al amor de Dios. Hay una pregunta inicial que manifiesta la fuerza de la fe: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?». El creyente basa su esperanza no en sí mismo o en sus propias fuerzas, sino en la firmeza del amor de Dios. Es el Señor quien defiende, sostiene, protege y salva a sus hijos. Hace de todo para salvarles. Desde la zarza ardiente del Sinaí, Dios se reveló como quien no abandonaría jamás a su pueblo. Diciendo: «Yo soy el que soy», quería decir: «Yo soy el que está siempre con mi pueblo, el que lo acompaña en el desierto, el que lo introduce en la tierra prometida, el que lo sostiene cada día». Toda la Escritura describe este increíble descenso del amor de Dios hacia los hombres. La culminación de esta relación se produce con Jesús, el Emmanuel, el Dios con nosotros. El amor del Padre es tan extraordinario que no solo envía al mundo a su Hijo, sino que incluso permite que sea «sacrificado» para la salvación de todos. Este es el amor que sustenta nuestra fe. Recurriendo a la imagen de un juicio abierto contra los creyentes, el apóstol puede decir: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó?». El creyente está como absuelto preventivamente por el abrazo de Dios. Se trata solo de acoger este abrazo. En efecto, nada, salvo la decisión de nuestra libertad, podrá separarnos de este amor. El apóstol enumera una serie de realidades y situaciones distintas a la vez que contrapuestas o al límite: muerte o vida, ángeles o principados, presente o futuro, potestades, altura o profundidad o cualquier otra fuerza que pueda abatirse sobre el creyente. Y de hecho los creyentes experimentan muchas veces dificultades y oposiciones incluso hasta la muerte. Pero nada de eso «podrá separarnos del amor de Dios». Este pasaje de la Epístola a los Romanos concluye el cuerpo central de la carta (capítulos 5-8), y muestra la unidad total de un único designio de salvación entre Padre e Hijo. El designio de salvación tiene un nombre: el amor. Esta es la palabra que mejor explica el futuro de Dios y de los hombres, al igual que su pasado, testigo del don de Jesús en la cruz.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.