ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 17 de febrero

Homilía

El miércoles pasado, mientras el sacerdote imponía sobre nuestra cabeza un poco de ceniza nos decía: «Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás». Con estas palabras y con este gesto hemos empezado el camino cuaresmal que conduce hacia la Pascua. La conciencia de nuestra debilidad, de nuestra fragilidad y de nuestra miseria es verdaderamente el primer paso a realizar para acercarnos al Señor. «Recuerda que eres polvo», nos ha dicho el sacerdote. Estas palabras nos parecen severas, pero son necesarias en un mundo que, falsamente, trata de cubrir cualquier forma de debilidad para exaltar por todos los medios la fuerza y la autosuficiencia. En verdad, la vida de cada uno de nosotros es frágil, basta verdaderamente poco para enfermar en el cuerpo o en el espíritu. Pero el Señor no nos abandona a nuestro destino de debilidad. En efecto, está escrito: «El Señor… levanta del polvo al humilde» (1 S 2,8). Hay, por tanto, también un anuncio de alegría en la Cuaresma: la Pascua de Resurrección no está lejos. Ese polvo que era el cuerpo de Jesús es resucitado, y nosotros estamos en camino hacia la Pascua. Aquel día nuestra debilidad, incluso la más extrema (la muerte), será derrotada.
El tiempo de Cuaresma es por eso un momento oportuno para reconocer nuestra debilidad y nuestro pecado, pero es también el tiempo para contemplar la misericordia y la protección del Señor. Sí, nosotros que somos frágiles como el polvo somos tomados por Dios y remodelados, recreados, como hizo con Adán. El primer paso es reconocer nuestra necesidad de ayuda y dirigir nuestra oración a Dios. Hemos escuchado en el Deuteronomio lo que le ocurrió a Israel: «Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos al Señor… y el Señor escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte… y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel» (Dt 26,6-9). El antiguo israelita recitaba estas palabras con motivo de la fiesta primaveral de las primicias, mientras presentaba al sacerdote sus ofrendas. Era el reconocimiento de la misericordia poderosa y liberadora de Dios. Hoy, mientras nos encaminamos hacia la Pascua, hacemos también nuestras estas palabras.
El Evangelio de las tentaciones abre tradicionalmente el tiempo de cuaresma, aunque las tentaciones referidas por los evangelistas se producen al final de los cuarenta días de ayuno, cuando Jesús estaba al extremo de sus fuerzas. Lucas escribe que, «al cabo de ellos» (cuando tuvo hambre), el diablo le tentó. En efecto, la tentación, toda tentación, se insinúa en los pliegues de nuestra debilidad, de nuestra fragilidad, para parecer, si no fascinante al menos razonable. Además ¿qué hay más justo que dar la posibilidad de comer a quien, después de cuarenta días, ha estado privado de ello? Es la naturaleza de la primera tentación: «Di a esta piedra que se convierta en pan». Asimismo, es también normal el deseo de poseer los reinos de la tierra: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos». Bastaba con que Jesús se hubiera postrado; y en efecto, ¡ante cuántas cosas nos postramos sin tantos escrúpulos! Y es también común la tentación que nos empuja a enfadarnos con Dios si no nos protege como quisiéramos. «Tírate de aquí abajo… a sus ángeles te encomendará.» Es la tentación de poner a Dios a nuestro servicio y no viceversa, o bien de enfadarnos con el Señor por todo mal que nos sucede.
Son tres tentaciones emblemáticas, que en cierto modo resumen todas las tentaciones que cada hombre sufre en el transcurso de su vida. El mismo Jesús no solo fue tentado en ese momento (ya en el versículo el evangelista escribe que Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto donde, durante cuarenta días, fue tentado por el diablo), y Lucas señala que el tentador se alejó de Jesús «hasta el tiempo propicio»: con certeza en el huerto de los olivos y en la cruz. Jesús se ha hecho semejante a nosotros en todo, también en las tentaciones, pero las ha vencido. ¿Cómo? Refiriéndose siempre a la Palabra de Dios. Las tres respuestas a las respectivas tentaciones se vuelven también emblemáticas: la Palabra de Dios es nuestra fuerza; de débiles como somos nos convertimos en vencedores del maligno. En ese sentido, este tiempo de Cuaresma es un tiempo oportuno para volver a descubrir la fuerza de la palabra de Dios en nuestra débil vida: verdaderamente «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.