ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 9 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Primera Corintios 11,1-16

Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo. Os alabo porque en todas las cosas os acordáis de mí y conserváis las tradiciones tal como os las he transmitido. Sin embargo, quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra! El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo de Dios; pero la mujer es reflejo del hombre. En efecto, no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios. Juzgad por vosotros mismos. ¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿No os enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera, mientras es una gloria para la mujer la cabellera? En efecto, la cabellera le ha sido dada a modo de velo. De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa nuestra costumbre ni la de las Iglesias de Dios.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El apóstol, tras la cuestión de las carnes sacrificadas, que había que esclarecer por los problemas que creaba a los cristianos en relación con la mayoría pagana de Corinto, afronta ahora otros problemas más internos de la vida de la comunidad: el vestir de las mujeres en la asamblea, la correcta celebración de la eucaristía y el orden de los carismas. Surgía un problema cuando algunas mujeres hablaban en la asamblea con la cabeza descubierta. Esta costumbre, en la sensibilidad de aquella época, podía interpretarse como una actitud disoluta; asimismo, no era apropiado que un hombre llevara la cabeza cubierta en la asamblea. Pablo ve en esta costumbre un sentido radicado en la sensibilidad bíblica, pero no lo convierte en una especie de dogma. Para dirimir la cuestión, que evidentemente había creado no pocos problemas, elige el camino de la prudencia. Lo que realmente le preocupaba era salvar la buena fama de la comunidad cristiana. Una vez más la prudencia se pone al servicio de la edificación de la comunidad, que se presenta cada vez más con más fuerza como la primera tarea del discípulo, así como lo era para el apóstol. El primer deber del creyente, efectivamente, no es la realización de sí mismos y de sus derechos, sino la edificación de la comunión entre todos. Esta es la primera y fundamental responsabilidad a la que todos estamos llamados. Pablo continúa con sarcasmo: «De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa nuestra costumbre ni la de las iglesias de Dios» (v. 16). Los cambios que de tanto en tanto son necesarios comienzan siempre desde el corazón, para llegar luego al aspecto exterior. Sin embargo la elección de la prudencia en los cambios no significa que el apóstol acepte la disparidad entre hombre y mujer. De hecho él subraya que los dos tienen la misma dignidad: tanto el hombre como la mujer son hijos de Dios. En esta afirmación está la verdadera justificación de la falsedad de toda presunta desigualdad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.