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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de María de Cleofás, que estaba con las otras mujeres bajo la cruz del Señor. Oración por todas las mujeres que siguen al Señor en cualquier parte del mundo, con coraje y en medio de las dificultades. Recuerdo de Dietrich Bonhoeffer, asesinado por los nazis en el campo de concentración de Flossenburg. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 9 de abril

Recuerdo de María de Cleofás, que estaba con las otras mujeres bajo la cruz del Señor. Oración por todas las mujeres que siguen al Señor en cualquier parte del mundo, con coraje y en medio de las dificultades. Recuerdo de Dietrich Bonhoeffer, asesinado por los nazis en el campo de concentración de Flossenburg.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Corintios 3,1-18

¿Comenzamos de nuevo a recomendarnos? ¿O es que, como algunos, necesitamos presentaros cartas de recomendación o pedíroslas? Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres. Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones. Esta es la confianza que tenemos delante de Dios por Cristo. No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida. Que si el ministerio de la muerte, grabado con letras sobre tablas de piedra, resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu! Efectivamente, si el ministerio de la condenación fue glorioso, con mucha más razón lo será el ministerio de la justicia. Pues en este aspecto, no era gloria aquella glorificación en comparación de esta gloria sobreeminente. Porque si aquello, que era pasajero, fue glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo permanente! Teniendo, pues, esta esperanza, hablamos con toda valentía, y no como Moisés, que se ponía un velo sobre su rostro para impedir que los israelitas vieran el fin de lo que era pasajero... Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha levantado, pues sólo en Cristo desaparece. Hasta el día de hoy, siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. Y cuando se convierte al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Nunca como en esta epístola Pablo se ve obligado a hablar de él mismo. No lo hace por protagonismo, sino para mantener unida al Evangelio a la comunidad de Corinto. Y añade que esta es «conocida y leída por todos los hombres» (v. 2). Podríamos decir que la misma vida de la comunidad es el anuncio más claro y fuerte del Evangelio. En eso se basa lo que decía Gregorio Magno: «La Escritura crece con quien la lee». La «verdadera» Escritura, la «carta de Cristo», es la comunidad viviente. En ella aparece la fuerza de la palabra escrita por el Espíritu en los corazones de los oyentes a través de la predicación del apóstol. El vínculo entre la predicación y el corazón del que escucha proviene de la capacidad del que anuncia el Evangelio, y del Espíritu presente en su corazón. Pablo lo escribió en la primera Epístola a la comunidad: «Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la demostración del Espíritu y de su poder» (2,3-4). En las palabras del apóstol emerge el amor apasionado con el que comunicó la Palabra de Dios para que llegara al corazón. Por eso se esforzó y gastó varios años de su vida. Reivindica la paternidad sobre la comunidad para que no se distraiga del fundamento del Evangelio. El pasaje termina con una relectura de la revelación que Dios hizo a Moisés en el Sinaí. Pablo compara la revelación de la ley, que se produjo sobre tablas de piedra, con la revelación del Evangelio. Esta última, sin embargo, que viene del Espíritu, es mucho más profunda que la primera porque no está esculpida sobre piedras sino en el corazón. Y añade: «pues la letra mata, mas el Espíritu da vida» (v. 6). El espíritu de Jesús quita todo velo a una religiosidad ritual para mostrar que la esencia eterna del Evangelio es el amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.