ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 12 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Corintios 5,1-10

Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos. ¡Sí!, los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos ser desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu. Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión... Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle. Porque es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo compara la vida cristiana con una tienda, como la tienda en la que viven los beduinos y que se desmonta cuando termina el tiempo de estancia. La muerte es un poco como el momento del traslado. Realmente estamos en la tierra como peregrinos, como nómadas. Llega el momento de trasladarnos porque nuestra morada terrenal «se desmorona». Pero el Señor ha preparado para nosotros una «casa», «no hecha por mano humana», «eterna». Es la «casa» del cielo. También Jesús había hablado de una morada que el Padre ha preparado para nosotros. «No se turbe vuestro corazón… en la casa de mi Padre hay muchas mansiones… voy a prepararos un lugar» (Jn 14,1-3). Pero en las palabras de Pablo se entiende más bien un «cuerpo nuevo» que Dios nos da. Es el don de la resurrección de nuestro cuerpo. El apóstol sigue con una nueva imagen. Ya no habla de la casa sino de un «nuevo vestido» que nos da el Señor. La muerte, por desgracia, nos desnuda de la vida. Pero el Señor viene en nuestra ayuda y nos reviste de inmortalidad. Pero si el vestido completo lo tendremos con la resurrección de los muertos, ahora lo tenemos en arras. El Espíritu infundido en nuestro corazón son las arras, es decir, el inicio de aquel vestido que recibiremos completo en el momento de la resurrección. En este tiempo estamos como en el exilio, añade el apóstol, es decir, lejos de la patria, pero no caminamos sin meta, a oscuras. Todavía no tenemos la visión, pero la fe nos guía por el camino de nuestra vida. Pablo manifiesta su deseo de vivir definitivamente al lado del Señor, como ya había escrito en la primera Epístola a los Tesalonicenses afrontando el tema de la resurrección: «Y estaremos siempre con el Señor» (4,17); allí está nuestra morada eterna que Dios ha preparado para nosotros. Por otra parte, el apóstol no esquiva su tarea de vivir de manera digna en este mundo y de ser gratos a Dios. Desde hoy mismo somos llamados a revestirnos de los sentimientos de Cristo. Así vestidos no tenemos ningún miedo en llegar al juicio final, cuando cada uno deberá responder por sus actos ante el Señor. La tensión entre el presente y el futuro que nos espera se decide en una vida de fe que es precisamente «garantía de lo que se espera; prueba de lo que no se ve» (Hb 11,1).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.