ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 14 de abril

Homilía

«Aquella noche no pescaron nada», escribe el evangelista (Jn 21,3). Es la experiencia amarga de Pedro, Tomás, Natanael, de los hijos de Zebedeo y de otros dos discípulos (siete en total, símbolo de la universalidad, primera semilla de la Iglesia) después de una dura noche de pesca. Es una experiencia que no es distinta de la de muchos hombres y de muchas mujeres, de muchos días y de muchas noches: no producir nada. La «noche», en estos casos, no es solo una anotación temporal, es signo de la ausencia del Señor y del extravío consiguiente; es el signo de la inutilidad de muchos esfuerzos. Pero al amanecer un hombre se acercó al cansancio de los apóstoles y encontró su cansancio y su desilusión. La cercanía de Jesús, tanto si le reconocieron como si no, supuso el final de la noche y, lo que cuenta, el comienzo de un nuevo día, de una nueva vida.
Él preguntó si tenían peces para comer. Aquellos siete se vieron obligados a confesar toda su pobreza e impotencia. Jesús, a quien sin embargo no habían reconocido aún, mediante una amistad con autoridad les invitó a buscar en otro lugar: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Aquellos siete hombres acogieron la invitación y obedecieron sin oponer resistencia alguna, aunque fuera más que razonable expresarla. La pesca fue grande, milagrosa y desmedida. Ante esta experiencia de fecundidad y de alegría, uno de los discípulos, a quien Jesús amaba, reconoció su voz y dijo a los demás: «Es el Señor». Una vez más, por boca del discípulo, volvía a sonar para los apóstoles el anuncio de la Pascua, la victoria del Señor sobre la muerte. Simón Pedro, al sentir la proximidad del Señor, entendió toda su indignidad: se puso el vestido enseguida, pues estaba desnudo se lanzó al lago y nadó hacia Jesús. En cambio, los demás vinieron detrás con la barca arrastrando la red llena de peces. En este punto el Evangelio presenta una escena de convite, llena de ternura: todos estaban juntos alrededor de un fuego de brasas con el pez sobre ellas y el pan, preparado por Jesús. Ninguno se atrevía a preguntarle nada; se quedaron si palabras, como cuando somos superados por el amor y la ternura.
Era la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos. Para nosotros es el tercer domingo que nos encontramos en la liturgia dominical alrededor de la invitación que Jesús mismo nos dirige, como hizo entonces a los suyos: «Venid y comed». Hoy, como entonces, vemos que se repite la misma escena y oímos las mismas palabras: «Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da». Es una escena descarnada a su modo y sin embargo llena de preguntas, sobre todo de una pregunta: la que Jesús dirigió a Simón Pedro precisamente al amanecer del día. No era una pregunta sobre el pasado, ni sobre las desilusiones, ni siquiera sobre los no pocos miedos. Solo le preguntó: «Simón de Juan, ¿me amas más que estos?». Jesús interpeló a Pedro acerca del amor. No le recordó la traición de algún día antes pues el amor de hecho cubre un gran número de pecados. Pedro, que también se había avergonzado ante él y había corrido a su encuentro, respondió enseguida: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Era una respuesta más verdadera que la que había dado aquel jueves por la tarde en el cenáculo cuando dijo a Jesús: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte» (Lc 22,33). Ahora la respuesta era más verdadera y más humana. Y a él, que no se merecía nada, Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos»; sé responsable de los hombres y de las mujeres que te confío. Precisamente Pedro, que había mostrado no estar en condiciones de permanecer fiel, ¿tenía que ser el responsable? ¿Precisamente él? Sí, porque ahora Pedro acogía el amor que Jesús mismo le entregaba y en el amor uno se vuelve capaz de hablar, de dar testimonio y de cuidar a los demás. Jesús no le preguntó solo una vez sobre el amor, sino tres veces, o sea, siempre. Cada día se nos pregunta si amamos al Señor. Cada día se nos confía el cuidado de los demás. La única fuerza, el único título que nos permite vivir es el amor por el Señor. Jesús le dijo además a Pedro: «cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías». Quizá Pedro se acordó de su juventud como pescador en Betania, cuando se levantaba temprano para ir a pescar, cuando salía de casa para ir donde quería, quizá también recordó sus desilusiones y tal vez el lugar donde encontró a Jesús la primera vez. Mientras le venían a la mente estos pensamientos, Jesús añadió: «Cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras». El Evangelio explica que se habla de su muerte pero a Pedro, como a todo creyente, no le dejarán solo: aquel amor sobre el que somos interrogados compromete al Señor antes que a nosotros. De hecho es él quien nos ha amado en primer lugar y nunca más nos abandonará, ni siquiera cuando «otro nos ceñirá y nos llevará adonde nosotros no querremos». Lo que cuenta es la fidelidad a aquella escena a la orilla del lago, que todos los domingos se repite para nosotros; aquella escena tiene un sabor de eternidad.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.