ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 20 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Corintios 10,1-11

Soy yo, Pablo en persona, quien os suplica por la mansedumbre y la benignidad de Cristo, yo tan humilde cara a cara entre vosotros, y tan atrevido con vosotros desde lejos. Os ruego que no tenga que mostrarme atrevido en presencia vuestra, con esa audacia con que pienso atreverme contra algunos que consideran procedemos según la carne. Pues aunque vivimos en la carne no combatimos según la carne. ¡No!, las armas de nuestro combate no son carnales, antes bien, para la causa de Dios, son capaces de arrasar fortalezas. Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo. Y estamos dispuestos a castigar toda desobediencia cuando vuestra obediencia sea perfecta. ¡Mirad cara a cara! Si alguien cree ser de Cristo, considere una vez más dentro de sí mismo esto: si él es de Cristo, también lo somos nosotros. Y aun cuando me gloriara excediéndome algo, respecto de ese poder nuestro que el Señor nos dio para edificación vuestra y no para ruina, no me avergonzaría. Pues no quiero aparecer como que os atemorizo con mis cartas. Porque se dice que las cartas son severas y fuertes, mientras que la presencia del cuerpo es pobre y la palabra despreciable. Piense ese tal que lo que somos a distancia y de palabra por carta, lo seremos también de cerca y de obra.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Desde el capítulo diez hasta el trece (capítulos que parecen formar una carta independiente dirigida también a los Corintios, que en general es llamada «Epístola de las lágrimas») el apóstol se detiene mucho en la defensa de su ministerio apostólico. Algunos cristianos de la comunidad de Corinto, con tal de eludir la autoridad de Pablo, le acusaban de comportarse de manera ambigua: débil cuando estaba presente y fuerte cuando estaba lejos; y también inconstante y con actitudes mundanas («según la carne»). En realidad, Pablo había escrito desde su primera carta: «Me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso» (1 Co 2,3). Por otra parte era cierto que vivía «en la» carne y por tanto en una situación de debilidad, pero sin duda alguna no «según» la carne, es decir, aceptando los criterios del amor por uno mismo. Sus comportamientos se regían únicamente por la pasión por el Evangelio que había que comunicar hasta los confines de la tierra. Era una verdadera batalla que no lideraba con la fuerza de los medios exteriores, sino únicamente con la predicación, con el celo apostólico, con el don de su vida. La fuerza para llevar a cabo esta misión le venía del mismo Dios y por esto era eficaz. Es más, era el Señor mismo el que la combatía con la sobreabundancia de su amor que derriba toda soberbia y consigue conquistar los pensamientos de los corazones sometiéndolos a Cristo. El apóstol previene a aquellos creyentes que, por soberbia, dicen que están con Cristo mientras que solo están con ellos mismos. También previene de gloriarse. Cada persona tiende instintivamente a tener un buen juicio de sí misma y a envanecerse ante Dios y los hombres si puede mostrar solo alguna de sus obras. En realidad el apóstol subraya que él fue enviado a predicar el Evangelio, por tanto a destruir lo que es falso y a edificar el edificio santo que es la Iglesia. La carta que había enviado a los corintios, y que había provocado sufrimiento por los tonos de reproche que contenía, había sido escrita por él entre lágrimas y para la edificación de la comunidad. No quería intimidar, sino más bien llamar la atención de todos para que fueran obedientes a la Palabra de Dios porque de ella depende todo renacimiento.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.