ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

IV de Pascua
Recuerdo de san Anselmo (1033-1109), monje benedictino y obispo de Canterbury. Soportó el exilio por amor de la Iglesia.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 21 de abril

Homilía

Aquel día de sábado, en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, antigua ciudad situada en el corazón de Asia Menor (la actual Turquía), sucedió un hecho que no pertenece solo a los orígenes de la historia de la comunidad cristiana: la salida de la Iglesia del judaísmo. Había en aquella sinagoga mujeres piadosas de alto rango y hombres acostumbrados a reunirse; era un grupo bien formado y constituido, todos ellos creyentes en el Dios único, lo cual era obviamente hermoso y singular en una tierra de no creyentes y paganos. En aquella reunión de gente religiosa y creyente entraron Pablo y Bernabé y con ellos «casi toda la ciudad», deseosa de escuchar el anuncio evangélico. «al ver a la multitud», escribe el autor de los Hechos de los Apóstoles (13,14.43-52), los judíos se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía.
Esta vivencia, aparentemente lejana, se repite a lo largo de las generaciones, aunque con diversas modalidades. En realidad, los creyentes de la sinagoga de Antioquía son los creyentes de cualquier momento, de cualquier generación, para quienes la palabra evangélica es algo ya poseído, ya conocido, hasta el punto de que no solo ya no sienten la necesidad de escuchar sino que, cuando lo hacen, no escuchan con el corazón ni con la necesaria disponibilidad de cambiar. Cuando la palabra les separa de la sabiduría de su ley o de la concentración sobre ellos mismos o cuando el Evangelio rompe los límites del grupo, del clan, de la raza o de la nación, estos reaccionan negando que les ponga en alerta. Lo sucedido en Antioquía es una amonestación para cada creyente, para cada comunidad eclesial y, por qué no, también para aquella mentalidad individualista que destaca sus propias cosas particulares, que cada vez se afirma más. Creer que ya se conoce y posee al Señor, obstaculizando así la llamada continua a la conversión del corazón que cada día nos invita a superar nuestros límites, es contradecir al Evangelio y, en el fondo, renegar de él. La vida siguiendo a Jesús y a su Evangelio no es la seguridad de una pertenencia ni la adquisición tranquila de una predilección antigua. Hay una fatiga en la escucha y una urgencia de cambio de nuestro corazón en el seguimiento. Jesús dice en el Evangelio: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen» (Jn 10,27-30). Ser fieles al Señor significa escuchar su voz y seguirlo cada día, adonde él nos conduce. Es exactamente lo contrario de estar sentados perezosa y orgullosamente en la sinagoga de Antioquía. Jesús promete la vida eterna a quien le escucha y le sigue (la única forma de seguirle es escucharle mientras habla y recorre los caminos del mundo). Ninguno de los suyos se perderá, dice Jesús con la seguridad de quien sabe que tiene un poder más fuerte incluso que la muerte. «Nadie las arrebatará de mi mano», promete. Es un pastor bueno, fuerte y cuidadoso con sus ovejas. La vida de quienes le escuchan está en las manos de Dios, manos que no olvidan y que saben sostener en todo momento.
El Apocalipsis (7,9.14-17) abre ante nuestros ojos la visión de «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas» (v. 9). Es la imagen del fin de la historia, pero también del fin hacia el que tiende: aquella muchedumbre es hacia lo que nos conduce el Buen Pastor. A los creyentes y a los hombres de buena voluntad se les llama ya hoy a realizar precisamente esta visión, especialmente en este momento histórico en el que asistimos a un mundo donde los individuos y las naciones (incluidos los grupos étnicos) tienden, más que a la comunión, a la reivindicación de sus derechos. No obstante, lo que queda a menudo omitido es precisamente esta visión de la unidad del género humano que es, al fin y al cabo, «la misión histórica» de Jesús. El Apocalipsis representa lo contrario de lo que sucede a los judíos de Antioquía de Pisidia. La predicación rompió los límites estrechos de aquellas personas religiosas y se proyectó hacia el inmenso mundo de los hombres. El Evangelio ensancha el corazón de todo creyente porque arranca radicalmente la raíz amarga del individualismo egoísta y violento. En el corazón de cada uno de los miembros de aquella «muchedumbre» de la que habla el Apocalipsis (forman parte de ella también quienes, sin saberlo, son animados por el espíritu de Dios) se recoge el aliento universal que sostiene el corazón mismo del Buen Pastor. Este domingo la Iglesia invita a rezar por los sacerdotes y por su tarea pastoral. Es una oración que nos compromete mucho al saber que todos, pero especialmente ellos, deben vivir el aliento de aquella caridad universal que caracteriza el Evangelio cristiano.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.