ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 25 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Colosenses 4,7-18

En cuanto a mí, de todo os informará Tíquico, el hermano querido, fiel ministro y consiervo en el Señor, a quien os envío expresamente para que sepáis de nosotros y consuele vuestros corazones. Y con él a Onésimo, el hermano fiel y querido compatriota vuestro. Ellos os informarán de todo cuanto aquí sucede. Os saludan Aristarco, mi compañero de cautiverio, y Marcos, primo de Bernabé, acerca del cual recibisteis ya instrucciones. Si va a vosotros, dadle buena acogida. Os saluda también Jesús, llamado Justo; son los únicos de la circuncisión que colaboran conmigo por el Reino de Dios y que han sido para mí un consuelo. Os saluda Epafras, vuestro compatriota, siervo de Cristo Jesús, que se esfuerza siempre a favor vuestro en sus oraciones, para que os mantengáis perfectos cumplidores de toda voluntad divina. Yo soy testigo de lo mucho que se afana por vosotros, por los de Laodicea y por los de Hierápolis. Os saluda Lucas, el médico querido, y Demás. Saludad a los hermanos de Laodicea, a Ninfas y la Iglesia de su casa. Una vez que hayáis leído esta carta entre vosotros, procurad que sea también leída en la Iglesia de Laodicea. Y por vuestra parte leed vosotros la que os venga de Laodicea. Decid a Arquipo: «Considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas». El saludo va de mi mano, Pablo. Acordaos de mis cadenas. La gracia sea con vosotros.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Al final de la Epístola Pablo presenta a los colosenses al pequeño grupo que ha enviado junto a ellos. La visita a las comunidades es una experiencia significativa en la tradición cristiana porque muestra aquel vínculo que sobrepasa las fronteras y une en una comunión inmensa y concreta. El apóstol les presenta por su nombre, uno a uno, primeramente a Tíquico, a quien recuerda varias veces en otras epístolas (Ef 6,21; 2 Tm 4,12; Tt 3,12, y en Hch 20, 4) y ahora presenta como «el hermano querido, fiel ministro y compañero en el servicio del Señor» (4,7) y le confía la tarea de comunicarles las noticias sobre su cautiverio. Pablo sabe que esto es útil para exhortar y animar a los colosenses. Después nombra a Onésimo, el esclavo de Filemón, que huyó junto a Pablo y a quien este envió de nuevo a su amo como «hermano»; luego nombra a Aristarco, que comparte el cautiverio con él (la Epístola a los Colosenses y la dirigida a los Filipenses fueron escritas desde la cárcel); luego habla de Marcos, presentado como primo de Bernabé, y de Jesús, llamado el Justo, no conocido en ningún otro lugar. Finalmente habla de Epafras que aparece, en relación con la comunidad de Colosas pero también de las Iglesias vecinas de Laodicea y Hierápolis, como el colaborador más importante presentado en la epístola. Si al comienzo de la epístola (1,6s.) se subraya su acción misionera ahora, en los saludos, la atención se dirige a la actividad de Pablo, es decir, su preocupación para que la comunidad crezca en la fe y persevere en el camino emprendido. Verdaderamente este debe ser el compromiso prioritario de cada apóstol y responsable, aunque sea cansado y a menudo incluso doloroso. Los últimos saludos los envían Lucas (que aquí se le recuerda como médico) y Demas. A su vez se encarga a los colosenses que transmitan los saludos a los creyentes de Laodicea, renovando y consolidando así la comunión fraterna entre las Iglesias y con los apóstoles. Recuerda asimismo a Ninfa, que ha puesto su casa a disposición de la comunidad. En estas pocas líneas finales el apóstol sugiere lo concreto de la comunión fraterna, hecha de rostros y de comunidades que se conocen, se encuentran, se exhortan y rezan recíprocamente. Pablo, que también es consciente de su vocación pastoral muy personal, vive su misión apostólica de modo comunitario y no con un estilo individual o de protagonista. Es en este horizonte de comunión en el que invita a comunicar la Epístola también a las otras Iglesias: todas deben edificarse sobre la palabra apostólica que él, aunque prisionero, no deja de comunicar. Con un gesto de exquisita fraternidad, añade alguna palabra de su puño y letra al final de la epístola como para hacer sentir más fuerte su cercanía. Finalmente, con las cadenas que le tienen prisionero, pone a la Iglesia de Colosas bajo la benevolencia de Dios, fuente de todo bien y de toda protección.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.