ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

Fiesta de la Trinidad
Recuerdo de san Felipe Neri (1515-1595), «apóstol de Roma».
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 26 de mayo

Homilía

La fiesta de la Trinidad, que el calendario litúrgico latino celebra después del domingo de Pentecostés, abre el último y largo periodo del año litúrgico. Es un periodo denominado «tiempo ordinario», porque no tiene ningún recuerdo especial de la vida de Jesús. Sin embargo, no es un tiempo menos significativo que el precedente, al contrario, podríamos decir que la fiesta de la Santísima Trinidad proyecta su luz sobre todos los días posteriores, casi hasta dilatar en el tiempo la costumbre que tenemos de comenzar nuestra acción, y nuestra jornada, en el «nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Desgraciadamente, debemos constatar que el misterio de la Trinidad, en general, se considera poco significativo para nuestra vida, para nuestro comportamiento (un teólogo moderno, amargado por esto, escribía: «Parece importar poco, tanto en la doctrina de la fe como en la ética, que Dios sea Uno y Trino»). La Trinidad está considerada un «misterio» simplemente porque no conseguimos comprenderla.
La santa Liturgia, al volver a proponer este misterio grande y santo a nuestra atención, viene al encuentro de la pequeñez y la distracción arraigada de cada uno de nosotros. Decimos correctamente «volver a proponer» porque este misterio está presente en toda la vida de Jesús, desde su nacimiento y es el misterio que guía toda la historia del mundo desde la creación. Este es el sentido del bellísimo pasaje de la Escritura extraído del libro de los Proverbios. El texto nos presenta la Sabiduría de Dios, personificada, que se expresa: «Fui engendrada cuando no existían los océanos…; (Dios) no había hecho aún la tierra… allí estaba yo; cuando (Dios) asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con la esfera de la tierra; y compartiendo mi alegría con los humanos» (Pr 8,22-31). La tradición cristiana ha visto en la Sabiduría aquella «Palabra» que «era en el principio» y por medio de la cual todo fue creado. El proceso de creación completo lo marca el diálogo entre Dios y la Sabiduría, entre el Padre y el Hijo. En el Evangelio de Juan se lee: «Ella (la Palabra) estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada» (Jn 1,2-3). Los «cimientos de la Tierra», es decir, el corazón de toda realidad humana, tiene el sello de esta relación muy singular que hay entre el Padre y el Hijo. Podríamos decir que cada cosa lleva el «signo» de la comunión entre el Padre y el Hijo. No sin razón y con una gran profundidad algunos Padres de la antigua Iglesia hablaban de los semina Verbi, o sea, de la huella de la Palabra presente en toda la creación, en todos los hombres, en todos los credos y en todas las culturas. Nada es extraño para la Trinidad, porque todo ha sido hecho a imagen de Dios.
La Epístola a los Romanos habla del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm 5,1-5), el Espíritu que nos hace templo de Dios, su casa y sus familiares. El Evangelio de Juan (16,12-15) refiere algunas de las palabras de Jesús a los discípulos la noche de la última cena. ¡Cuántas cosas tenía aún que decirles antes de dejarles! No solo no disponía de más tiempo, sino que, sobre todo, los discípulos no podían comprender completamente todo lo que tenía que decirles. Sin embargo, les aseguró: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir». El Espíritu arrastra a los discípulos hacia el corazón de Dios, el mundo de Dios, la vida de Dios, que es comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios, el Dios cristiano (¡y debemos preguntarnos si muchos cristianos creen en el Dios de Jesús!), no es una mónada, una entidad individual, quizá poderosa y majestuosa. El Dios de Jesús es una «familia» de tres personas y se podría decir que su unidad nace del amor, es decir, se quieren tanto que son una sola cosa.
Esta increíble «familia» ha entrado en la historia de los hombres para llamar a todos a formar parte de ella. ¡Sí! A todos se llama a formar parte de esta «familia de Dios» tan especial. Al comienzo y al final de la historia está esta comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El horizonte trinitario nos compromete a todos, así como la «comunión» es el nombre de Dios y la verdad de la creación. Dicho horizonte es sin duda el desafío más candente hoy lanzado por la Iglesia, o mejor, a todas las Iglesias cristianas; desearía añadir a todas las religiones, a todos los hombres. Es el desafío de vivir en el amor, seguros de que allí donde hay amor está Dios. Lo había intuido bien el «profeta» del poema anónimo de Khalil Gibran: «Cuando ames no digas: tengo a Dios en el corazón, sino más bien: estoy en el corazón de Dios».
La fuerza que el Señor da a sus hijos cura la carne de la humanidad herida por la injusticia, por la codicia, por el abuso y la guerra, y constituye la energía para levantarse y encaminarse hacia la comunión. Era el designio de Dios desde el inicio de la creación: Existe, efectivamente, una correspondencia entre el proceso creativo y la vida interna de Dios mismo. No es ninguna casualidad que dijera: «No es bueno que el hombre esté solo». El hombre, inicialmente significaba tanto hombre como mujer, no había sido creado a imagen de un Dios solitario, sino de un Dios que es amor de tres personas. La humanidad entera no estará fuera de la comunión. Los hombres solo se podrán salvar en la comunión. Con motivo, pues, el Vaticano II recuerda a todos los creyentes que Dios no quiso salvar a los hombres uno a uno, sino reuniéndoles en un pueblo santo. La Iglesia nacida de la comunión y destinada a la comunión está en medio de la historia de este inicio de milenio como levadura de comunión y de amor. Es una tarea elevada y urgente que hace que las disputas y las incomprensiones internas sean realmente mezquinas (y culpables). Son las divisiones que hay en nuestras comunidades, son las divisiones que hay en las Iglesias cristianas, son las divisiones difusas que rompen la comunión entre los pueblos. Quien resiste a la energía de comunión se convierte en cómplice de la obra del «príncipe del mal», que es espíritu de división. Por eso el apóstol Pablo, para que sintamos la urgencia de la comunión, puede repetir también hoy: que «no se ponga el sol mientras estéis airados» (Ef 4,26). La fiesta de la Trinidad es una acuciante invitación a entrar en el dinamismo mismo de Dios que nos invita a vivir su misma vida. El Señor hace realidad la salvación, como dice el Concilio Vaticano II, reuniendo a los hombres y a las mujeres a su alrededor en una gran e ilimitada familia. La salvación se llama, precisamente, comunión con Dios y entre los hombres.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.