ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 6 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 5,11-14

Sobre este particular tenemos muchas cosas que decir, aunque difíciles de explicar, porque os habéis hecho tardos de entendimiento. Pues debiendo ser ya maestros en razón del tiempo, volvéis a tener necesidad de ser instruidos en los primeros rudimentos de los oráculos divinos, y os habéis hecho tales que tenéis necesidad de leche en lugar de manjar sólido. Pues todo el que se nutre de leche desconoce la doctrina de la justicia, porque es niño. En cambio, el manjar sólido es de adultos; de aquellos que, por costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor de la epístola acaba de afirmar que Jesús es sacerdote a la manera de Melquisedec. Antes de explicar qué significa este título misterioso, recuerda a los lectores la necesidad de escuchar con atención lo que dirá, para que puedan comprenderlo. Tal recordatorio es también oportuno para nosotros, que a menudo estamos distraídos y somos poco propensos a escuchar atentamente y de manera no superficial. Nosotros nos dejamos atrapar fácilmente por la costumbre de no pararnos, de no escuchar, de no reflexionar, porque los ritmos de la vida de cada día nos superan y además se intensifica la concentración sobre nosotros mismos. Esta mala costumbre se refleja también en la vida de la Iglesia. Sabemos que si no escuchamos –como afirma Pablo– no hay fe. Obviamente no basta solo con escuchar físicamente la Palabra de Dios, hay que escucharla interiormente, es decir, dejar que el Señor toque nuestro corazón. Por eso el autor condena la poca disponibilidad por escuchar y, por tanto, a obedecer las sugerencias del Espíritu de Dios. En este caso, ser niño –como recuerda el autor– no significa ser «pequeño» en el sentido evangélico, como uno de aquellos que escuchan de inmediato la Palabra de Dios sin interponer obstáculos, sino parecerse a uno de aquellos niños impertinentes que quieren imponer a cualquier coste sus caprichos a todos. En realidad es lo mismo que les sucede a los adultos cuando están seguros de sus tradiciones, de sus convicciones y las quieren imponer a los demás, incluso al Señor. Estos son niños caprichosos. Y si el autor presenta esta epístola como una «leche» y no como un «manjar sólido», lo hace por la sabiduría pastoral de quien, como una madre buena, quiere hacer crecer a su hijo con paciencia y atención hasta que el corazón y la mente puedan recibir alimento más sólido y robusto. No hay que olvidar que la madurez, para el Evangelio, no es el orgullo de la autosuficiencia, sino la escucha confiada del Señor. Y el alimento sólido puede ser acogido únicamente si el corazón y la mente están dispuestos a dejarse alimentar por la Palabra de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.