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Memoria de los apóstoles
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Memoria de los apóstoles

Recuerdo del apóstol Bernabé, compañero de Pablo en Antioquía y en el primer viaje apostólico. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los apóstoles
Martes 11 de junio

Recuerdo del apóstol Bernabé, compañero de Pablo en Antioquía y en el primer viaje apostólico.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 11,19-26

Los que se habían dispersado cuando la tribulación originada a la muerte de Esteban, llegaron en su recorrido hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la Palabra a nadie más que a los judíos. Pero había entre ellos algunos chipriotas y cirenenses que, venidos a Antioquía, hablaban también a los griegos y les anunciaban la Buena Nueva del Señor Jesús. La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor. La noticia de esto llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén y enviaron a Bernabé a Antioquía. Cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se agregó al Señor. Partió para Tarso en busca de Saulo, y en cuanto le encontró, le llevó a Antioquía. Estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de «cristianos».

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia celebra al apóstol Bernabé. Aunque no era uno de los doce, Bernabé recibió el título de apóstol a causa del importante papel que tuvo en la primera comunidad cristiana. Originario de Chipre, José, llamado Bernabé, es decir, «hijo de la consolación», vendió el campo que poseía y dio el dinero a los apóstoles. Con este gesto Bernabé demostró que había entendido que solo quien se despoja de sus riquezas sigue a Cristo y coopera para la edificación de una comunidad de amor. Los apóstoles lo eligieron y lo enviaron a Antioquía, tercera capital del Imperio Romano, donde el Evangelio fue predicado no solo a los judíos, sino también a los paganos. Por primera vez la comunidad no estaba formada solo por discípulos de origen judío. Precisamente en aquella ciudad los discípulos de Jesús fueron llamados por primera vez «cristianos», probablemente porque el notable aflujo de paganos distinguía claramente esta nueva comunidad de las judías. En la vida compleja y convulsa de una de las grandes ciudades del Imperio nacía una luz nueva que daba esperanza a muchos. Bernabé, al conocer la conversión de Pablo, lo invitó a Antioquía para dar testimonio a todos del encuentro que había tenido con Cristo. Llevó al apóstol Pablo también a Jerusalén para presentarlo a los otros apóstoles y para defender la predicación del Evangelio también a los paganos sin someterlos a la circuncisión. Junto a Pablo emprendió el primer gran viaje apostólico y llevó consigo también a Juan Marcos, primo de Bernabé, todavía joven testigo de la pasión del Señor. La comunidad cristiana, obediente a la acción del Espíritu, se dejó llevar más allá de sus murallas para comunicar el Evangelio hasta los confines de la Tierra. Con el apóstol Pablo defendió en el concilio de Jerusalén la evangelización a los paganos. Según la tradición, tras haber predicado también en Roma y Milán, fue a Salamina donde murió mártir. Su testimonio subraya la urgencia que también existe hoy por comunicar nuevamente el Evangelio no solo hasta los extremos geográficos de la Tierra sino también en los nuevos horizontes humanos, éticos y sociales que se abren ante nosotros al inicio de este milenio. El ejemplo de Bernabé nos impulsa a recorrer estos nuevos senderos únicamente con la fuerza del Evangelio y de la compañía del Señor. La misión de la Iglesia no nace de proyectos humanos o del deseo de expansión. Es el Espíritu del Señor, el que Jesús había prometido a los apóstoles y a los que les sucederían, lo que impulsa a los discípulos de todos los tiempos a recorrer los caminos del mundo y los de los corazones para comunicar el Evangelio del amor. También hoy las comunidades cristianas tienen que disponerse a escuchar al Espíritu. Entonces oirán una voz que dice: «Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los tengo llamados». Cada uno puede aplicarse a sí mismo esta invitación del Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.