ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Paz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Lunes 17 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 10,19-31

Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y con un Sumo Sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón , en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa. Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras, sin abandonar vuestra propia asamblea, como algunos acostumbran hacerlo, antes bien, animándoos: tanto más, cuanto que veis que se acerca ya el Día. Porque si voluntariamente pecamos después de haber recibido el pleno conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados, sino la terrible espera del juicio y la furia del fuego pronto a devorar a los rebeldes. Si alguno viola la Ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos. ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios, y tuvo como profana la sangre de la Alianza que le santificó, y ultrajó al Espíritu de la gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza; yo daré lo merecido. Y también: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Es tremendo caer en la manos de Dios vivo!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Una vez finalizada la exploración doctrinal sobre Jesús sumo sacerdote, el autor recuerda a los creyentes las consecuencias que deben extraer. La unión con la «carne» de Cristo, con su cuerpo, nos introduce en el santuario donde él entró. En estas palabras es fácil intuir que el autor está hablando de la eucaristía entendida como el camino más directo para entrar en el santuario, es decir para encontrarse directamente y personalmente con el Señor. La comunión con el cuerpo de Cristo es comunión directa con Dios y, por tanto, con todos los hermanos. El autor utiliza el término parresía, que indica, según el contexto de la antigua Grecia, la «libertad de decirlo todo», es decir, el derecho de ser ciudadanos de pleno derecho de la ciudad. Recibir el derecho de parresía significa tener la libertad de dirigirse a Dios sin intermediarios y, por tanto, poder hablar con él con la total confianza de los hijos. Es el «camino» que Jesús abrió para nosotros y que la epístola exhorta a recorrer sin temor: «Acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavado el cuerpo con agua pura». Vivir en la comunidad, participando en la santa liturgia, en la comunión fraterna, en el amor hacia los más pobres, en el trabajo para que la vida de todos sea más serena, todo eso significa recorrer el camino que Jesús nos abrió. Por eso la epístola exhorta a los creyentes a estimularse mutuamente en el amor y a ser generosos en las «buenas obras». Y quien abandona las asambleas es advertido de que actuando así se aleja del santuario, de Dios. El peligro de la apostasía, es decir, del abandono de la fe, antes que una cuestión teórica, es un problema de corazón, o mejor dicho, de confiar la vida al Señor. Hay que entender que el abandono no se produce de manera repentina; se empieza por dejar de lado los encuentros, quedándose en silencio, hasta derivar poco a poco en la ruptura de la comunión. De ese modo –advierte la epístola– «pisoteamos al Hijo de Dios» y «ultrajamos al Espíritu de la gracia». Y por desgracia la transgresión puede llegar a ser irremediable. Y es una tragedia para quien se deja arrastrar.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.