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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 23 de junio

Homilía

«¿Quién dice la gente que soy yo?». Es la pregunta que Jesús hace a sus discípulos en Cesarea de Filipo (Lc 9,18-24). El evangelista no dice el lugar, pero indica la situación en la que Jesús se dirige con estas palabras a los discípulos, es decir mientras estaba «orando a solas, en compañía de los discípulos» (v. 18). No se trata de una especie de sondeo electoral de Jesús. Los evangelios, por otra parte, en varias ocasiones remarcan la diversidad de opiniones y de actitudes de la gente ante este singular profeta de Nazaret. Lucas pone en boca de los discípulos algunas de las opiniones más comunes: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos ha resucitado» (v. 19). A cada una de estas atribuciones le correspondía un grado más o menos elevado de popularidad o de adhesión.
No obstante, a Jesús no parece interesarle demasiado la opinión de la gente; lo que realmente le preocupa es qué piensan de él los discípulos. Y entendemos por qué en la continuación de la narración evangélica. Jesús está a punto de emprender un camino realmente difícil hacia Jerusalén. Tiene claro que su predicación chocará con las autoridades religiosas (los ancianos y los sumos sacerdotes) y espirituales (los escribas) que dominan Israel. Y le vuelven a la memoria los numerosos pasajes del Antiguo Testamento en los que se habla del siervo que sufre o del justo «traspasado», como hemos escuchado en la lectura del profeta Zacarías. Pero si él tiene claro lo que sucederá, los discípulos no. Por eso Jesús, sin comentar las opiniones de la gente, pregunta inmediatamente a los discípulos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (v. 20). Es la pregunta central del pasaje evangélico. Una pregunta así requiere sin duda claridad de ideas, pero sobre todo adhesión de corazón. Y Pedro, en nombre de todos, contesta: «El Cristo de Dios». Es una respuesta que, si no está totalmente clara en la mente de Pedro, sin duda es plena y clara en el plano de su adhesión afectiva y existencial. Ya es evidente que Jesús para los discípulos no es solo un maestro de doctrinas; es el amigo, es el confidente, es su vida, es su salvador.
La conversación que se instaura entre Jesús y los discípulos, por eso, no es como las que se pueden tener en una organización cualquiera; es más bien un diálogo familiar, confidente. Jesús abre su corazón y confía a los suyos más íntimos lo que le sucederá en Jerusalén. Por otra parte, ha venido a la Tierra para llevar a cabo no su voluntad, sino la voluntad del Padre, comporte lo que comporte. El anuncio «confidencial» de su pasión, muerte y resurrección, seguramente desconcierta al pequeño y reducido grupo de discípulos. Pero Jesús sabe perfectamente que esta es la esencia de su Evangelio y por ningún motivo puede renunciar a ella. Al contrario, todo aquel que quiera seguirle debe hacerla suya. Por eso continúa hablando y proponiendo algunas indicaciones sobre cómo seguirle. La primera y fundamental condición, de todos modos, es una adhesión plena y total a él. Jesús quiere que los discípulos sean discípulos no solo exteriormente sino con el corazón; no a medias, sino por completo. Y precisamente al inicio de su viaje hacia Jerusalén –todavía estamos en Galilea– dice a los que le escuchan: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Más adelante, con un tono aún más duro, dirá: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26).
El vínculo que pide Jesús es fuerte, más fuerte que el vínculo natural que todos tenemos con nuestros padres, nuestros hijos, con nuestro marido o nuestra mujer; es más fuerte que el vínculo que cada uno de nosotros tenemos con nosotros mismos, con nuestras cosas y nuestros intereses. Sin duda hay que comprender el significado de la impactante expresión «odiar», aunque no deja de ser impactante. Y no puede ser de otro modo. No hay que atenuar su fuerza. Jesús pide terminantemente que le amen por encima de cualquier otra cosa; exige pasar delante de cualquier otro afecto y cualquier otro asunto. O, si lo preferimos, pretende ser el primer afecto y el primer asunto a tratar. Todo eso implica que cada uno de nosotros debe hacer recortes en sí mismo, empezando precisamente por el corazón. Ese es el lugar donde elegimos a quién confiamos nuestra vida: a nosotros mismos, a nuestra carrera, a muchos otros ídolos, o al Señor. Es obvio que cada recorte requiere esfuerzo y sacrificio; en ocasiones, una auténtica lucha. Todo discípulo debe afrontar dicha lucha. Las palabras del Señor no son para un tipo especial de personas (sacerdotes, religiosos, monjas) sino para todos los cristianos, todos los que deciden seguir a Jesús. Seguirle, como decía, es, ante todo, algo afectivo: se sigue a Jesús con el corazón, es decir, queriéndole, pensando en él, hablando con él, teniéndole frente a los ojos, intentando poner en práctica lo que dice.
En ese sentido seguir a Jesús es el núcleo del mensaje moral del Evangelio. La experiencia de Jesús y su estilo de vida constituyen la inderogable norma de vida de todo cristiano. Seguir a Jesús significa estar dispuesto a recorrer su camino, a cargar con el rechazo del mundo, la incomprensión e incluso la difamación. Pero al final llegará la resurrección, la plenitud de la vida. Jesús vincula al discípulo con su destino personal. Parece decir: «El camino que voy a emprender es también vuestro camino». Y termina con una frase realmente extraña para nosotros, pero que es la síntesis de su vida: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará» (v. 24). Quien «pierde» la vida, es decir, quien la gasta siguiendo a Jesús, en realidad la salva. No la pierde detrás de cosas vanas e ilusorias.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.