ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 25 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 12,18-29

No os habéis acercado a una realidad sensible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompeta y a un ruido de palabras tal, que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más. Es que no podían soportar esta orden: El que toque el monte, aunque sea un animal, será lapidado. Tan terrible era el espectáculo, que el mismo Moisés dijo: Espantado estoy y temblando. Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel. Guardaos de rechazar al que os habla; pues si los que rechazaron al que promulgaba los oráculos desde la tierra no escaparon al castigo, mucho menos nosotros, si volvemos la espalda al que nos habla desde el cielo. Su voz conmovió entonces la tierra. Mas ahora hace esta promesa: Una vez más haré yo que se estremezca no sólo la tierra, sino también el cielo. Estas palabras, una vez más, quieren decir que las cosas conmovidas se cambiarán, ya que son realidades creadas, a fin de que permanezcan las inconmovibles. Por eso, nosotros que recibimos un reino inconmovible, hemos de mantener la gracia y, mediante ella, ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia, pues nuestro Dios es fuego devorador.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La epístola advierte a los cristianos que están poniendo en peligro la fe: su condena será más grave que la que afectó a los israelitas infieles en el desierto. Estos, de hecho, tienen una justificación mayor porque recibieron una revelación más atemorizadora respecto a la revelación elevada y serena de los cristianos. La revelación del Sinaí, que tuvo lugar ante fenómenos desconcertantes como el fuego ardiente, la oscuridad, las tinieblas, el huracán, el toque de trompeta, fue un espectáculo duro, hasta el punto que Moisés dijo: «Espantado estoy y temblando» (12,21). El autor describe a propósito la revelación en el Sinaí con tonos fuertes y duros. Ni siquiera nombra a Dios, y evita recordar la elevada categoría moral del decálogo. Y aún menos habla de la proximidad con Dios de la que pudo gozar Moisés. La lectura quiere subrayar la diversidad de la revelación cristiana respecto a la del monte Sión y la describe de manera totalmente distinta: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos» (12,22-23). En este escenario festivo y pacífico, la nueva alianza se lleva a cabo a través de una voz que viene del cielo: es la voz de Dios que, en el juicio final, hará temblar el cielo y la Tierra para hacer un lugar al reino «inconmovible», que sustituye a la creación visible, ya agotado (12,27). Los creyentes deben estar atentos para no «apartarse del que habla». Su condena sería mucho más amarga que la de los israelitas. Sí, la nueva alianza, aunque no se ha realizado plenamente, ya está presente mediante «un culto a Dios que le sea grato» (12,28). En la santa liturgia, en efecto, el Reino que esperamos para el día del juicio final se hace ya presente. Es lo que viven aquellos que se «acercan en la fe». Por el contrario, aquellos que «se alejan» tienen preparada una condena definitiva. Para los creyentes, la gran transformación escatológica ya se ha cumplido, y hay que estar atento para no volverse atrás a mirar las cosas pasadas: si lo hacemos, corremos el riesgo de pasar también nosotros con las cosas que pasan.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.