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Liturgia del domingo
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XIV del tiempo ordinario
Recuerdo de Atenágoras (1886-1972), patriarca de Constantinopla, padre del diálogo ecuménico.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 7 de julio

Homilía

El domingo pasado el Evangelio de Lucas nos introdujo en el viaje de Jesús hacia Jerusalén. En este tiempo en el que seguimos nuestro ritmo de vida, tal vez ya condicionado por las vacaciones, el Señor nos toma a cada uno de nosotros y nos hace partícipes de su viaje. Aunque no seamos nosotros los maestros, o no elijamos nosotros la meta, el viaje requiere igualmente mucho de nosotros. Este domingo el evangelista nos identifica con los setenta y dos discípulos que Jesús envió: «Designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir» (v. 1). Cabe hacer una primera reflexión sobre el número setenta y dos. No es una simple indicación cuantitativa. Setenta y dos eran las naciones de la Tierra, según la antigua tradición judía. Es como decir que, desde el inicio, el horizonte evangélico se abre a todos los pueblos, a todas las naciones, a todas las culturas. Jesús, desde los primeros pasos de su viaje, tiene frente a sí a todos los pueblos, a los que envía a sus discípulos. No debe quedar nadie fuera del anuncio del Evangelio. Pentecostés, cuando todas las naciones que hay bajo el cielo «oyeron proclamar en sus lenguas las maravillas de Dios» (Hch 2,11), empieza aquí, cuando Jesús da sus primero pasos. Dirigiendo su mirada hacia los confines de la Tierra, Jesús dice a sus discípulos: «La mies es mucha». Su mirada y su preocupación no excluyen a nadie. Frente a una muchedumbre tan inmensa, con un punto de tristeza, añade: «y los obreros son pocos» (v. 2).
Sí, existe una desproporción entre la enorme espera y el pequeño número de discípulos. Pero no se trata de una simple desproporción numérica. El problema es de mayor envergadura y radica en la calidad del anuncio. Ese es, creo, el reto al que debemos hacer frente. Para fermentar la masa, sin duda es importante la cantidad de levadura, pero es imprescindible que haya realmente levadura. Pues bien, ahí está el problema: en la calidad de la levadura. En otra parte del Evangelio leemos: «Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?» (Mt 5,13). Setenta y dos discípulos se correspondían con otros tantos pueblos. Nosotros tal vez somos pocos, y debemos indudablemente crecer también en número. Pero el problema fundamental no está en el número sino en la calidad. En definitiva, no es que seamos pocos; tal vez el problema es que somos poca levadura, poca sal y poca luz. Por eso a nuestro alrededor a menudo se vive como si no existiera Dios. La mies es mucha, pero los operarios trabajan poco, están todos afanados por sus problemas, por sus preocupaciones. Se preocupan básicamente de salvarse a sí mismos, de arar su pequeño campo, de salvaguardar su pequeña tranquilidad. ¿Y quién no necesita tranquilidad? Esta es la preocupación que quiere comunicarnos el Señor. ¿Pero cómo podemos ser buenos trabajadores?
El Evangelio nos lo sugiere. ¿Por qué Jesús, frente a una mies tan grande, envía a los discípulos de dos en dos? ¿Acaso no era más lógico enviarlos uno a uno y doblar así los lugares de anuncio? La explicación que Gregorio Magno da de este pasaje evangélico es muy hermosa. El gran obispo escribe que Jesús envió a los discípulos de dos en dos para que la primera predicación fuera sobre todo el amor mutuo, y para que pusieran sus palabras en práctica con la vida. Eso es ser levadura, sal y luz. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). La comunión entre los hermanos es la primera gran predicación. Pero ¿dónde está nuestra comunión? ¿Dónde está la preocupación por crecer como una familia? ¿No estamos, al contrario, lejos los unos de los otros, cada uno por su cuenta? «De dos en dos», en cambio, significa abrirse a todos. Sí, la evangelización empieza con el amor mutuo y hace que extendamos el amor.
La Jerusalén hacia la que vamos con el Señor, de hecho, ¿no es acaso la ciudad en la que todos los hombres, todas las naciones, todos los pueblos se reunirán como en una sola familia? Por eso hoy nos escandaliza más que nunca la «carrera» hacia el fraccionamiento, el desmembramiento, la contraposición, la lucha fratricida, las guerras entre grupos étnicos que se escudan en la dimensión religiosa. La Iglesia, cada comunidad cristiana, siente que son todavía más verdaderas las indicaciones de Jesús: «Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos» (v. 3). No es tarea fácil que un «cordero» haga cambiar de vida a un «lobo»; no es sencillo derrotar el individualismo y el interés por uno mismo; no es algo natural destruir los ídolos de la arrogancia, de la competencia y de la fuerza para afirmar el dominio de Dios. Y todo ello es aún más difícil si estos «corderos» deben presentarse sin «bolsa, ni alforja, ni sandalias». Su única fuerza radica en la paz que les da el Señor y en el amor mutuo que la manifiesta. Esa es la única fuerza que tienen los discípulos. Alguien la ha llamado la «fuerza débil» de la fe; es débil porque no tiene ni armas, ni arrogancia; no obstante, es tan fuerte que es capaz de transformar el corazón de los hombres.
Las frases finales del pasaje evangélico nos lo confirman: «Regresaron los setenta y dos, y dijeron alegres: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”» (v. 17). Y Jesús. «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño» (vv. 18-19). Los discípulos, en efecto, reciben un poder: el poder de amar a Dios y a los hombres a toda costa y por encima de cualquier cosa. Esa es la única gran y fortísima riqueza del cristiano.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.