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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 14 de julio

Homilía

El viaje del Señor hacia Jerusalén, tal como nos lo presenta Lucas en estos domingos del año, no es abstracto ni está lejos de la vida; pasa por las calles de los hombres y recorre los caminos de este mundo. Desde el inicio de su vida pública, según el evangelista Mateo, Jesús recorría todas las ciudades y pueblos, enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio y curando toda enfermedad (9,35). Ante el Evangelio y el mismo Jesús nos vienen a la memoria las palabras del Deuteronomio: «No está en el cielo, como para decir: “¿Quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá, para que lo oigamos y lo pongamos en práctica?”. Ni está al otro lado del mar, como para decir: “¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar y nos lo traerá, para que lo oigamos y lo pongamos en práctica?”» (30,12-13). El Señor Jesús está cerca, muy cerca. Su palabra no está lejos, es concreta, como la vida.
Así responde Jesús a un maestro de la ley que, como los que no quieren entender, le pregunta quién es su prójimo. Este interroga a Jesús con palabras altas y verdaderas: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» (v. 25). Anteriormente, otros ya habían dicho esas mismas palabras a Jesús; recuerdan al joven rico. Pero en el corazón de aquel maestro de la ley no había sinceridad. Cuando Jesús le contesta con la primacía del mandamiento del amor, él intenta justificarse: «¿Quién es mi prójimo?» (v. 29). Jesús, como en el caso del joven rico, no le contesta con un discurso que está más allá del cielo o más allá del mar; empieza diciendo que «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores» (v. 30). Habla de un camino que todos conocían, y narra un hecho que probablemente sucedía a menudo: un hombre es asaltado, maltratado y abandonado medio muerto a lo largo del camino. Aquel hombre está solo; pero en él vemos a muchos otros, hombres y mujeres, pequeños y mayores, jóvenes y ancianos, abandonados medio muertos a lo largo de los caminos de este mundo; a su lado hay millones de prófugos que huyen de sus tierras; los condenados a muerte aislados de todo el mundo; también hay pueblos enteros sofocados por la guerra y abandonados solos a los márgenes de la historia; y todos los que mueren de hambre y por torturas, por la violencia y el abandono. Aquel camino es realmente largo. Igualmente elevado es el número de sacerdotes y levitas que continúan caminando y pasando de largo, por el otro lado de aquel pobre. El Evangelio indica que aquellos dos pasaban «por aquel camino», como si indicara que aquel hombre medio muerto no era un desconocido y no estaba tan lejos como para no verlo. Los pobres hoy día son conocidos, la televisión y los periódicos hablan de ellos, ya no están lejos. No obstante, como si estuviéramos nublados por una triste costumbre, pasamos de largo, tenemos otros objetivos.
El sacerdote y el levita solo se amaban a ellos mismos y se preocupaban por sus rituales. Se puede pensar fácilmente que tenían que ir al templo y por eso no podían «ensuciarse las manos» con aquel herido. Sabían que había pobres y tal vez habían ayudado a alguno de los que estaban en las proximidades del templo. Pero no podían pararse en aquel camino. Además, ¿quién era aquel extranjero? A lo mejor no hablaba su lengua, era un extraño. ¡Cuántas motivaciones asaltan el corazón cuando pasan junto a aquel hombre! Y no se detienen porque siempre gana la preocupación por uno mismo y por la seguridad de uno mismo. Además, quien se deja dominar por sí mismo solo se siente a sí mismo; y vive sin compasión por los demás. Todos sabemos por experiencia que nos conmovemos fácilmente por nosotros mismos y que nos cuesta mucho conmovernos por los demás. El sacerdote y el levita no se conmovieron, y aquel hombre medio muerto se quedó solo. Por suerte, pasó el samaritano que, apenas ver al hombre medio muerto, tuvo compasión de él, bajó del caballo, se acercó a él, le ofreció los primeros auxilios y luego lo llevó a una posada. Muchas generaciones cristianas han visto en aquel samaritano, que se rebeló contra la indiferencia del mundo, al mismo Jesús; él, según está escrito, curó a los que lo necesitaban, tuvo compasión de las muchedumbres cansadas, abatidas y abandonadas como ovejas sin pastor. Jesús es el compasivo; de hecho, «siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo» (Flp 2,6).
Y a los discípulos de todos los tiempos, incluidos nosotros, nos deja en herencia su compasión para que continuemos como él deteniéndonos a los márgenes de los caminos de la vida y ayudemos a aquellos que necesitan salvación. De hecho, ha sido Él quien durante los años de nuestra historia nos ha llevado al lado de los pobres medio muertos que había a lo largo de nuestro camino y nos ha enseñado a detenernos, ha sido Él quien nos ha abierto los ojos para que no nos quedáramos encerrados en nosotros mismos, ha sido Él quien ha llevado hasta nuestra puerta tantas veces a los pobres para que los acogiéramos. Sí, aquella posada de la que habla el Evangelio y a la que el Señor lleva al hombre medio muerto somos también nosotros, es la comunidad de los discípulos. El Señor Jesús, como el buen samaritano, nos confía a nosotros, posaderos de esta posada, a aquel hombre medio muerto, exhausto, herido. Y continúa repitiéndonos cada día: «Cuida de él». Pero no solo eso: también nos da dos denarios. Sí, son suficientes dos denarios de la compasión de Jesús para ayudar, consolar y curar a los débiles. Y luego añade: «Si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva» (v. 35).
Si hace falta más compasión, el mismo Jesús continuará dándonosla; lo importante es estar siempre listos a la puerta, atentos al samaritano que llama. Ese es el sentido de nuestra vida en el mundo, ser como aquella posada evangélica, escuela de compasión y de amor, capaz de acoger y custodiar a los pobres y a los débiles. El Señor, confiándonoslos, nos salva del destino triste de aquel sacerdote y de aquel levita, hombres fríos e infelices, y nos hace partícipes de su amor y de la fiesta que se vive en aquella posada. Sí, la fiesta de los humildes y de los débiles convocados por el Señor. Este domingo el buen samaritano viene de nuevo entre nosotros; vuelve como maestro de caridad, para que cada uno de nosotros siga sus pasos, abra sus manos para recibir los dos denarios, y abra su corazón para vivir su compasión. Y sentiremos una vez más la fuerte invitación evangélica: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.