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Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Recuerdo de san Sergio de Radonez, fundador de la laura de la Santísima Trinidad, en Moscú. Recuerdo del pastor evangélico Paul Schneider, asesinado en el campo de concentración nazi de Buchenwald el 18 de julio de 1939. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 18 de julio

Recuerdo de san Sergio de Radonez, fundador de la laura de la Santísima Trinidad, en Moscú. Recuerdo del pastor evangélico Paul Schneider, asesinado en el campo de concentración nazi de Buchenwald el 18 de julio de 1939.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 7,1-15

Palabra que llegó de parte de Yahveh a Jeremías: Párate en la puerta de la Casa de Yahveh y proclamarás allí esta palabra. Dirás: Oíd la palabra de Yahveh, todo Judá, los que entráis por estas puertas a postraros ante Yahveh. Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: Mejorad de conducta y de obras, y yo haré que os quedéis en este lugar. No fiéis en palabras engañosas diciendo: "¡Templo de Yahveh, Templo de Yahveh, Templo de Yahveh es éste!" Porque si mejoráis realmente vuestra conducta y obras, si realmente hacéis justicia mutua y no oprimís al forastero, al huérfano y a la viuda (y no vertéis sangre inocente en este lugar), ni andáis en pos de otros dioses para vuestro daño, entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde siempre hasta siempre. Pero he aquí que vosotros fiáis en palabras engañosas que de nada sirven, para robar, matar, adulterar, jurar en falso, incensar a Baal y seguir a otros dioses que no conocíais. Luego venís y os paráis ante mí en esta Casa llamada por mi Nombre y decís: "¡Estamos seguros!", para seguir haciendo todas esas abominaciones. ¿En cueva de bandoleros se ha convertido a vuestros ojos esta Casa que se llama por mi Nombre? ¡Que bien visto lo tengo! - oráculo de Yahveh -. Pues andad ahora a mi lugar de Silo, donde aposenté mi Nombre antiguamente, y ved lo que hice con él ante la maldad de mi pueblo Israel. Y ahora, por haber hecho vosotros todo esto - oráculo de Yahveh - por más que os hablé asiduamente, aunque no me oísteis, y os llamé, mas no respondisteis, yo haré con la Casa que se llama por mi Nombre, en la que confiáis, y con el lugar que os di a vosotros y a vuestros padres, como hice con Silo, y os echaré de mi presencia como eché a todos vuestros hermanos, a toda la descendencia de Efraím.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El templo de Jerusalén, que construyó el rey Salomón, se había convertido en el corazón de la relación del pueblo de Israel con Dios. Era el lugar de oración y sobre todo del sacrificio. En aquel recinto santo el creyente entraba en comunión con el Señor, le daba las gracias por los beneficios recibidos y recibía el perdón del pecado. Jeremías recuerda una verdad antigua de la fe de Israel y presente constantemente en los profetas: el templo no es un lugar donde se lleva a cabo un culto exterior, ajeno a la vida. Los profetas, a partir de Isaías (cap. 1) y luego con Oseas (6,1-6) y Amós (4,4-5), afirman que Dios no quiere sacrificios y oraciones de hombres cuyas manos están manchadas de sangre. Violencia e injusticia no encajan con ir a la casa de Dios. Como dirá Jesús: «No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). La comunión con Dios, que se establece en el templo, implica una vida que se mide según la escucha de su palabra y no según uno mismo. De lo contrario corremos el riesgo de contentarnos con una fe desencarnada, que no se hace vida, amor por el prójimo, que no lucha por la justicia, que no cambia el corazón y la historia. No bastan ni las devociones ni una oración según uno mismo. El templo es el lugar de la comunidad, del pueblo de Dios. Allí no estamos solos. La fe cristiana, que tiene sus raíces en la fe de Israel, no es algo privado entre el individuo y Dios, como si los demás no tuvieran nada que ver. Por eso la fe a veces es abstracta, no toca la vida, la cotidianidad, porque es algo privado, que cada uno gestiona por su cuenta, sin el apoyo y la corrección de los demás. Jeremías, reproduciendo la voz del Señor, añade: «Mejorad de conducta y de obras, y yo haré que os quedéis en este lugar». Este mandamiento se hace realidad en una vida que se alimenta de la Palabra de Dios, que se ocupa de los pobres («no oprimís al forastero, al huérfano y a la viuda»), que se mide con la fe de los demás, que no se abandona a la idolatría. No somos discípulos sin poner en práctica los mandamientos del Señor, sin buscar juntos el camino de la justicia y del amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.