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Liturgia del domingo
Domingo 21 de julio

Homilía

Un domingo más el Señor nos ha reunido para llevarnos con él hacia Jerusalén. Es un viaje distinto de los que hacemos nosotros; no somos nosotros, quienes fijamos el destino ni el itinerario. No somos nosotros, los maestros y los pastores de nosotros mismos. En este viaje, que cada domingo es como si tuviera una etapa, el Señor va delante de nosotros; es él quien guía nuestros pasos para que podamos alcanzar la estatura espiritual a la que estamos llamados. El domingo pasado la liturgia nos hizo detener al lado de aquel hombre medio muerto que había sido abandonado por el sacerdote y por el levita. Y nos hizo ver en el buen samaritano la imagen verdadera del cristiano. Hoy, como si quisiera crear un díptico para describir la identidad del discípulo, se añade otra imagen, la de María sentada a los pies del maestro. El evangelista Lucas coloca la escena de Marta y María inmediatamente después de la del buen samaritano. Recuerdo con gran afecto a un gran amigo, Valdo Vinay, al que le gustaba repetir que no era ninguna casualidad que estos dos pasajes evangélicos fueran contiguos; es más, en su opinión, hay que leerlos siempre juntos, porque representan el «díptico» de la identidad del cristiano, que debe ser, al mismo tiempo, buen samaritano y María.
En estas dos imágenes, de hecho, están representadas las dos dimensiones inseparables de la vida evangélica: la caridad y la escucha de la palabra. El Evangelio no prevé expertos de la caridad por una parte y expertos de la oración por otra. Todo creyente debe escuchar continuamente a Jesús, como María, y al mismo tiempo debe ocuparse del hombre abandonado medio muerto en el camino, como hizo el samaritano. No hay contraposición alguna, pues, entre caridad y oración, entre «vida activa» y «vida contemplativa»; lo que el Evangelio estigmatiza es más bien la oposición entre pasar de largo y detenerse frente a quien lo necesita; entre estar totalmente dominado por las cosas y dejarse llevar por la escucha del Evangelio. Son totalmente ajenas al Evangelio la contemplación que ignora la pena cotidiana y la vida dominada totalmente por los problemas de uno y por los quehaceres de uno.
Pero detengámonos en el episodio evangélico de Marta y María. Su casa estaba en Betania, una zona periférica de Jerusalén. A Jesús le gustaba estar en su casa: allí encontraba calor y cariño. Frente a las graves y difíciles disputas que le esperaban en Jerusalén, y sobre todo frente a la hostilidad sórdida y malvada que a menudo encontraba allí, es fácil comprender que fuera para él un consuelo encontrar una casa donde era acogido y donde podía descansar. Y para él, que no tenía ni siquiera una piedra como almohada para reposar la cabeza, aquella casa era realmente un refugio deseado. La amistad de Lázaro, de Marta y de María era un apoyo en su dura misión evangelizadora. Por eso podemos comprender el llanto de Jesús al conocer la muerte de su amigo Lázaro. Pues bien, en aquella casa de Betania –¿y no podría suceder lo mismo en las casas de todos los discípulos?b– parece que se repite la maravillosa escena que describe el libro del Génesis (18,1-10) que este domingo nos propone como primera lectura.
Se trata del episodio de Abrahán que acoge en su tienda a tres peregrinos. Todos conocemos la obra maestra del santo pintor ruso, Rubliov, que inmortalizó esta escena con los tres ángeles reunidos alrededor de la mesa que Abrahán había preparado. El pintor ruso tenía muy presente lo que leemos en la carta a los Hebreos: «No olvidéis la hospitalidad; gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (13,2). Allí, en Betania, los tres, con su exquisita hospitalidad, acogieron al ángel de Dios, al maestro de Nazaret. Se podría decir que en la escena de Marta y María, que acogen a Jesús, llega a su culminación la acogida de Abrahán. El Evangelio no quiere disminuir los gestos concretos de Marta, pues también esos gestos concretos forman parte de la acogida; tampoco quiere convertir a las dos hermanas en símbolos de dos estilos de vida. El problema radica en la profundidad de la acogida. Marta está ofuscada por todos los servicios; está preocupada y agitada por muchas cosas, hasta el punto de que olvida el sentido de lo que está haciendo, es decir, acoger a Jesús. También en la parábola del buen samaritano podríamos decir que el sacerdote y el levita están tan dominados por sus quehaceres, aunque sean religiosos, que olvidan lo esencial de su servicio: la compasión de Dios. Tal como está escrito: «Yo quiero amor, no sacrificio» (Os 6,6).
En el caso de Marta, es tan evidente la desviación de sus objetivos que, en lugar de pensar en Jesús con cariño y premura, al ver a María sentada escuchando se deja dominar por los nervios y descarga su furia contra Jesús reprochándole: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?» (v. 41). Jesús, con calma y cariño, le contesta que ella se agita y se preocupa por demasiadas cosas, mientras que solo hay una que sea realmente necesaria: escuchar al maestro. Eso es lo mejor que se puede hacer, porque cambia el corazón y la vida. Quien escucha la Palabra de Dios y la custodia será una persona de misericordia y de paz. María, verdadera discípula de Jesús, ha elegido esta parte, la mejor: la primacía absoluta, en su vida, de la escucha de Jesús. Si lo escuchamos, viviremos como él, y nos salvaremos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.