ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XVII del tiempo ordinario Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 28 de julio

Homilía

En los Evangelios a menudo se dice que Jesús se retira en lugares solitarios para rezar. A veces él mismo lo comunica a los discípulos, como aquella tarde dramática en el huerto de los Olivos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar», les dijo a los tres más amigos. No hay duda de que los apóstoles quedaban asombrados por su modo de orar. Un día, dice Lucas, al finalizar la oración, uno de los discípulos se acercó y le preguntó: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». Tal vez se podría formular la frase de este modo: «Señor, enséñanos a orar como lo haces tú». De hecho, cada profeta (Juan también) enseñaba a sus seguidores un método de oración. Los discípulos de Jesús, asombrados por la manera de orar de su Maestro, por su costumbre de retirarse en un lugar apartado y sobre todo por el modo en el que se dirigía a Dios, insistieron para que les enseñara a orar del mismo modo. La oración de su Maestro tenía un sentido de familiaridad y de confianza que les asombraba. No habían visto jamás a nadie rezar de aquel modo, con aquella confianza y familiaridad.
Hoy, junto a los discípulos, también nosotros decimos: «¡Señor, enséñanos a orar!». No es pedir un enseñamiento genérico para rezar. Es la misma petición que hicieron aquellos discípulos, es decir, participar en su manera de hablar con Dios, estar ante su presencia, conversar con él con una confianza tan grande como para llamarle «padre». Jesús responde inmediatamente, también a nosotros: «Cuando oréis, decid: Padre, abbá, papá». Conocemos el desconcierto que dicha palabra provocaba en un ambiente en el que ni siquiera se llamaba a Dios por su nombre. Jesús invita a llamar «papá» al Señor creador del cielo y de la Tierra. De ese modo elimina toda distancia; Dios ya no está lejos, es padre de todos y todos pueden dirigirse directamente a él sin necesidad de mediadores. Era una auténtica revolución de la religiosidad. En la palabra «padre, papá», Jesús nos revela el misterio mismo del Dios de Jesús, de nuestro Dios: por una parte la confianza y la familiaridad del hijo hacia el Padre; y por otra, la ternura protectora del Padre hacia cada uno de nosotros. Vuelve, de algún modo, la amistad de los orígenes, cuando Dios paseaba por el jardín con Adán y Eva. En la oración, en efecto, lo importante es la confianza y la inmediatez de la relación con Dios. El problema no es ni el lugar, ni las palabras, sino el corazón, la interioridad, la amistad con Dios. Fue así también para Abrahán, nuestro padre en la fe. Ejemplar y sugerente es el diálogo que establece con Dios cuando intercede para salvar a Sodoma, que había caído en el libertinaje y el desorden. Dios se dice a sí mismo: «¿Cómo voy a ocultar a Abrahán lo que voy a hacer?». En otras palabras: «No puedo esconder a un amigo mis intenciones». La amistad de Dios es transparente, sincera. Se acerca a Abrahán y le dice: «El clamor de Sodoma y de Gomorra es grande; y su pecado gravísimo». Pero Abrahán se puso frente a Dios («le abordó», dice la Escritura). Hay que acercarse a Dios y presentarle los dramas, los problemas, las esperanzas de mucha gente. Y Abrahán empezó la larga intercesión: «¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad». El Señor responde: «Si encuentro a cincuenta justos la perdonaré». Y Abrahán: «Supón que los cincuenta justos fallen por cinco. ¿Destruirías por los cinco a toda la ciudad?». Dios contesta: «No la destruiré, si encuentro allí a cuarenta y cinco». Y Abrahán: «Supón que encuentran allí cuarenta». Y así hasta diez.
Frente a esta dramática oración vienen a la memoria las numerosas ciudades y países víctimas de la guerra y de la injusticia, del hambre y de la violencia: todos necesitan a un Abrahán que interceda por ellos. Hacen falta muchos amigos de Dios, que con insistencia oren para que nuestras ciudades se salven, para que el Evangelio toque el corazón de los hombres. Las voces de esos amigos llegan a oídos de Dios, que es amigo de los hombres. Él parece no hacer más que estar atento a las voces de sus amigos. Jesús lo subraya con dos ejemplos, extraídos de la vida cotidiana. El amigo que llega a medianoche, y el padre que no dará nunca una serpiente a su hijo que le pide un pescado. Y concluye: «Si, pues, vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!». Es una manera de decir que Dios está disponible de manera ilimitada cuando nos dirigimos a él en la oración. No son determinantes las palabras; lo que importa es el corazón, la confianza y, por tanto, la insistencia y la perseverancia en la oración. La ineficacia de la oración no depende de Dios, sino de nuestra poca confianza en él. Pidamos y recibiremos, busquemos y encontraremos, llamemos al corazón de Dios, como hizo Abrahán, y el Señor dirigirá hacia nosotros su mirada.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.