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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XIX del tiempo ordinario
Recuerdo de santa Clara de Asís (1193-1253), discípula de san Francisco en el camino de la pobreza y de la simplicidad evangélica.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de agosto

Homilía

«No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino.» Así se abre el pasaje evangélico de Lucas (12,32) que se nos propone este domingo. Se reanuda de ese modo el corazón de la predicación de Jesús, que es, precisamente, la llegada del Reino; y a sus discípulos se les confía la grave misión de continuar anunciándolo y hacerlo realidad ya desde hoy, a pesar de que sean solo un pequeño rebaño. La centralidad de esta predicación, que por consiguiente debe ocupar igualmente un lugar central en la preocupación de los creyentes, se afirma icásticamente en el versículo anterior al que hemos citado: «Buscad más bien su (del Padre) Reino y esas cosas (los bienes de la vida) se os darán por añadidura» (v. 31).
Esta alusión al Reino de Dios, a la que el discípulos debe dedicar todo su interés, se coloca en clara antítesis con el habitual modo de pensar de los hombres, que suelen buscar solo las cosas de la Tierra. El Reino de Dios es la instauración de la paz plena para todo el hombre y para todos los hombres. He ahí la razón de las palabras que siguen: dar limosnas para procurarse bolsas que no se deterioran y tesoros para poner en el cielo, donde no hay ladrones que roben ni polilla que corroe. Jesús quiere decir que a diferencia de los bienes de la Tierra que se pueden perder, los tesoros celestiales no corren peligro alguno (se retoma así una tradición bíblica que solía considerar las obras buenas como tesoros que se conservan en el cielo; un antiguo dicho judío reza así: «Mis padres han acumulado tesoros aquí abajo, y yo he acumulado tesoros allí arriba. Mis padres han acumulado tesoros que no dan ningún interés, y yo he acumulado tesoros que dan intereses»). Estas frases evangélicas dejan entrever a un hombre distinto del rico al que la muerte sorprendió mientras pensaba en sus beneficios o estaba dominado por sus asuntos: es el discípulo que espera al Señor y a su Reino. El Evangelio aclara esta idea con la parábola del siervo que se hace cargo de la hacienda cuando se marcha su señor.
El siervo, pensando que su señor tardará en volver, se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse. Se trata de una escena que a primera vista nos parece exagerada, pero en realidad describe una situación más bien frecuente. En el fondo, las numerosas injusticias y los miles de pequeñas maldades cotidianas que hacen la vida más difícil para todos nacen de esta actitud difusa. Es decir, nacen cuando decidimos comportarnos como pequeños señores malos con los demás, pensando –con un comportamiento miope– que a nosotros nunca nos tocará soportar nada. En realidad, maltratar a otra persona, además de ser un acto odioso en sí, contiene siempre una dosis de estupidez. Siempre es un acto violento que, en mayor o menor medida, se vuelve contra quien ha llevado a cabo, desde una posición de fuerza, la pequeña violencia. Creo que también en este caso sucede lo mismo que con el problema de la contaminación. Aquel que contamina de manera ignorante el medio ambiente, aunque piense que no le afecta, termina por contaminarse también a sí mismo con el aire que respira o con la comida con la que se alimenta. Sucede lo mismo con los que hacen más difícil la vida a los demás. Actuando así contaminan la vida, y la violencia que han ejercido se vuelve también contra ellos. Por eso el pasaje evangélico nos propone que estemos preparados: «Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas» y también: «Dichosos los siervos a quienes el señor, al venir, encuentre despiertos» (vv. 35.37). El hombre que quiere dormir apaga la lámpara; el que quiere estar despierto cuando vuelva el señor deja la lámpara encendida.
La vigilancia es una virtud que parece un poco en desuso en nuestros días. Sin embargo, es fundamental para nuestra vida. A menudo nos dormimos en nuestras cosas, nos hacemos torpes a causa de nuestros quehaceres y nuestras angustias. «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (v. 34), dice Jesús. Ese es el problema por nuestra parte. El tesoro del cristiano es el Señor, y su vida debe ser una espera. La recompensa de la que habla Jesús, y que recibirán aquellos a los que él encuentre esperando, es una recompensa increíble y subvierte las costumbres habituales: el propio señor se convierte en siervo de los criados, se ciñe, los invita a echarse en los cojines del comedor y pasa a servirles. Ese es el sentido de una vida plena que viven los que están despiertos no para ellos mismos sino para acoger al Señor. Muchos santos, pensando en la vigilancia, dijeron: «Tengo que vivir cada día como si fuera el último». Si todos viviéramos cada día como si fuera el último, creo que nuestra vida sería distinta, mucho más humana y hermosa. Más plena, más rica, más verdadera, menos tediosa, menos desesperada. En definitiva, más vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.