ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXI del tiempo ordinario Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 25 de agosto

Homilía

La liturgia de este domingo se abre con la visión de la salvación según la entiende Dios: «Yo –dice el Señor– vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria» (Is 66,18). Dios, podríamos decir, no esconde su proyecto de salvación, es decir, el proyecto de hacer una sola familia de todos los pueblos de la Tierra; al contrario, lo muestra desde el tiempo de la primera alianza con Israel. Isaías, de hecho, aunque hablaba solo al pueblo de Israel, prefiguraba el día en el que todos los pueblos de la Tierra se reunirían en el monte santo para alabar al único Señor. En realidad, ya en la primera página de la Escritura aparece con claridad este tono universal de salvación: en Adán y Eva están representados todos los hombres y todas las mujeres, de toda tierra y de todo tiempo. Y Noé, al salvarse del diluvio, recibe de Dios un pacto de alianza en nombre de toda la humanidad. El Señor es desde siempre amigo de los pueblos y desde los orígenes quiere la salvación de todo hombre y de toda mujer. La salvación es un don del cielo para todos; y el Señor quiere darla a todos. Pero nadie puede reclamarla como derecho, o adquirirla por nacimiento o por mera pertenencia exterior. La salvación no es propiedad de una etnia, de un grupo, de una comunidad, de un pueblo, de una nación, de una civilización.
En el Evangelio de Lucas, que se nos anuncia este domingo, le preguntan a Jesús: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (13,23). La opinión corriente, en realidad, se basaba en la convicción de que era suficiente pertenecer al pueblo elegido para participar en el reino futuro. Esta pregunta, sin embargo, parece sugerir que no es suficiente pertenecer al pueblo elegido para obtener la salvación. Jesús coincide, pero va más allá. No contesta directamente a su interlocutor y se dirige a todos diciendo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán» (v. 24). Jesús subraya que la puerta es estrecha, pero todavía está abierta; no obstante, el tiempo llega a su fin y está a punto de cerrarse. Por eso hay que entrar, porque el dueño de la casa «se levantará y cerrará la puerta». Y si uno se queda fuera, tal vez porque se ha entretenido demasiado con sus cosas, no le servirá de nada llamar insistentemente ni servirse de su pertenencia, sus costumbres o sus méritos. El dueño no abrirá.
Esa es la cuestión fundamental que plantea Jesús a través de la imagen de la puerta: es urgente sumarse al Evangelio. Así pues, la salvación no consiste en ser miembro de un pueblo ni tampoco en pertenecer a una comunidad. No se trata de tomar parte en ciertos ritos (¡aunque sea el de cada domingo!), sino de unirse de inmediato al Señor con todo el corazón y con toda la vida. También en la Iglesia puede echar raíces la misma costumbre reprochada al fariseísmo: vivir con la soberbia y la seguridad de no tener que corregir nada del propio comportamiento; vivir observando prácticas exteriores, pero con el corazón endurecido, alejado de Dios y de los hombres. Mientras la indiferencia parece invadirlo todo y la costumbre de cerrarse en uno mismo parece ganar fuerza, es realmente urgente que cada uno encuentre su profundidad espiritual escuchando fielmente el Evangelio, sirviendo a los más pobres y compartiendo la vida fraterna con todos. A menudo, en cambio, cada uno de los creyentes y también las mismas comunidades cristianas se dejan sorprender por la mentalidad avara y egoísta de este mundo y se encierran en sus cosas y sus problemas.
Lo sabemos por experiencia: la puerta del egoísmo es ancha, siempre está abierta de par en par y mucha gente pasa por ella. Hace bien, por eso, la carta a los Hebreos en recordarnos la corrección. Sí, la corrección de nuestro corazón, de nuestros comportamientos. Y la puerta es el Evangelio. Es cierto que es estrecha, pero no en sí misma. Es estrecha respecto a las numerosas y largas ramas que ha producido nuestro egoísmo. Para entrar por esta puerta hay que cortar las ramas del orgullo, del odio, de la avaricia, de la maledicencia, de la indiferencia, de la envidia, y muchas más. Estas ramas han crecido hasta el punto de que casi nos impiden entrar por aquella puerta. Aquel que acoge el Evangelio con el corazón es como si lo podaran. Y es cierto, tal como escribe la carta a los Hebreos, que «ninguna corrección es, a su tiempo, agradable, sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella» (v. 11). Y el fruto es entrar en la sala grande que ha preparado el Señor, donde «vendrán de Oriente y Occidente, del norte y del sur, y se podrán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13,29). Nosotros, en esta santa liturgia, ya podemos disfrutar de esta fiesta y alegrarnos con hombres y mujeres que primero eran extraños para nosotros pero ahora se han convertido en hermanos y hermanas partícipes de una única familia de Dios. Por eso Jesús puede repetirnos lo que ya dijo a los que le escuchaban: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Lc 10,23-24).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.