ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXII del tiempo ordinario
Recuerdo de san Egidio, monje de Oriente que viajó a Occidente. Vivió en Francia y se convirtió en padre de muchos monjes. La Comunidad de Sant'Egidio debe su nombre a la iglesia de Roma dedicada al santo. Se recuerda hoy el inicio de la Segunda Guerra Mundial: oración por el fin de todas las guerras. La Iglesia ortodoxa empieza el año litúrgico.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 1 de septiembre

Homilía

«El hombre sabio medita las parábolas», dice el Eclesiástico (3,28). Eso es lo que queremos hacer nosotros este domingo, tras haber escuchado precisamente las dos parábolas que pronunció Jesús. Estas parábolas se nos proponen en esta liturgia que para muchos es reanudar el ritmo ordinario de la vida, tras las vacaciones. Siempre es sabio meditar las parábolas, sobre todo mientras se reanuda el camino: «Tu palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero», canta el salmo. (Sal 119,105). El Evangelio nos presenta a Jesús que, tras ser invitado a comer en casa de un jefe de los fariseos, observa que los invitados se apresuran a elegir los primeros puestos. Es una escena que nos puede resultar familiar aunque, tal vez por temor o por educación, no la hemos protagonizado. No obstante, no estamos muy lejos de las costumbres que estigmatiza el Evangelio. Y Jesús, que lee en lo más profundo de los corazones, hoy tal vez nos ve correr también a nosotros para ocupar los primeros puestos, como aquellos invitados de los que habla el Evangelio. Pero no se trata de buscar el asiento más hermoso o la primera fila. Se puede elegir el primer puesto quedándose en la última fila o en la última silla. La elección del puesto, en efecto, es cosa del corazón, no de las sillas. Elegir los primeros puestos es ponerse a uno mismo delante de todo; es querer supeditarlo todo a las propias comodidades; es querer ser servido en lugar de servir; ser ensalzado en lugar de mostrarse disponible; ser amado antes de amar. Elegir el primer puesto, en definitiva, significa anteponerse a cualquier otra cosa. Se comprende que no es cuestión de sillas, sino más bien del estilo de vida.
Jesús estigmatiza este comportamiento, que no ayuda en nada, sino más bien perjudica, porque nos convierte en competidores y enemigos, condenándonos a una vida llena de desconfianzas, empujones, envidias y atropellos. No es cuestión de urbanidad o de buenos modales. Jesús va más allá; quiere comprender la concepción que cada uno tiene de sí mismo. Y la lección es clara: aquel que se cree justo y piensa que puede tener la cabeza alta hasta el punto de merecer el primer puesto, por delante de los demás, oirá que le dicen: «¡Deja el sitio a este!» (v. 9), y deberá irse atrás avergonzado. Así pues, haremos bien en avergonzarnos de nuestra soberbia y de la indulgencia que tenemos hacia nosotros mismos, ya antes de elegir puesto. Haremos bien en avergonzarnos ante Dios por nuestro pecado, sin que ello comporte depresión, pues «solo Dios es bueno». La santa liturgia nos sugiere esta actitud cuando al inicio nos hace invocar tres veces: «¡Señor, ten piedad!». Y el Señor viene al lado de cada uno de nosotros y nos exhorta: «Amigo, sube más arriba»; «Amigo, ven, escucha mi palabra, come mi pan y bebe mi cáliz». ¡Sí! Aquel que se humilla y pide perdón, aquel que inclina su cabeza delante del Señor, será ensalzado. El Señor no soporta a los soberbios y no tolera a los egoístas. Él es el «Padre de los humildes». «Hijo –exhorta el libro del Eclesiástico–, actúa con dulzura en todo lo que hagas, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y alcanzarás el favor del Señor. Porque grande es el poder del Señor, pero son los humildes quienes le glorifican» (Si 3,17-20). Y la primera carta de Pedro exhorta a los cristianos con las siguientes palabras: «revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (5,5). La humildad no tiene nada que ver con el humilismo. La humildad es reconocer que solo Dios es grande, solo Dios es bueno, solo Dios es misericordioso. Ninguno de nosotros es bueno por carácter o por naturaleza. Al contrario, estamos inundados de egoísmo. La bondad es el fruto de la conversión, de la escucha de la Palabra de Dios, de la práctica de la caridad.
El humilde entiende, sabe amar, sabe ser hermano, sabe rezar, sabe ser humano, sabe mover las montañas más altas y sabe colmar los abismos más profundos. El humilde hace realidad la otra parábola evangélica: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos… no sea que ellos te inviten… y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder» (vv. 12.13). En un mundo en el que todo se comercializa, en el que el do ut des es la ley férrea que regula todo comportamiento, las palabras de Jesús son realmente una hermosa noticia, el anuncio de la gratuidad, del gesto hecho por amor y con desinterés. De ahí nace una nueva y mayor solidaridad. Nosotros, humildes discípulos, ¿qué podemos hacer este año? ¿Qué obras intentaremos llevar a cabo? La tarea que se nos confía es la de preparar y servir el banquete del amor, de querer a todo el mundo, y especialmente a los más pobres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.