ORACIÓN CADA DÍA

Oración por los enfermos
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos
Lunes 2 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 25,1-14

Palabra que fue dirigida a Jeremías tocante a todo el pueblo de Judá el año cuarto de Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá, - o sea el año primero de Nabucodonosor, rey de Babilonia -, la cual pronunció e profeta Jeremías a todo el pueblo de Judá y a toda la población de Jerusalén, en estos términos: Desde el año trece de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, hasta este día, veintitrés años hace que me es dirigida la palabra de Yahveh, y os la he comunicado puntualmente (pero no habéis oído. También os envió Yahveh puntualmente a todos sus siervos los profetas, y tampoco oísteis ni aplicasteis el oído), diciendo: Ea, volveos cada cual de su mal camino y de sus malas acciones, y volveréis al solar que os dio Yahveh a vosotros y a vuestros padres, desde siempre hasta siempre. (No vayáis en pos de otros dioses para servirles y adorarles, no me provoquéis con las hechuras de vuestras manos, y no os haré mal.) Pero no me habéis oído (- oráculo de Yahveh - de suerte que con las hechuras de vuestras manos me provocasteis, para vuestro mal). Por eso, así dice Yahveh Sebaot: Puesto que no habéis oído mis palabras, he aquí que yo mando a buscar a todos los linajes del norte (- oráculo de Yahveh - y a mi siervo Nabucodonosor, rey de Babilonia), y los traeré contra esta tierra y contra sus moradores (y contra todas estas gentes de alrededor); los anatematizaré y los pondré por pasmo, rechifla y ruinas eternos, y haré desaparecer de ellos voz de gozo y voz de alegría, la voz del novio y la voz de la novia, el ruido de la muela y la luz de la candela. Será reducida toda esta tierra a pura desolación, y servirán estas gentes al rey de Babilonia setenta años. (Luego, en cumpliéndose los setenta años, visitaré al rey de Babilonia y a dicha gente por su delito - oráculo de Yahveh - y a la tierra de los caldeos trocándola en ruinas eternas). Y atraeré sobre aquella tierra todas las palabras que he hablado respecto a ella, todo lo que está escrito en este libro. Lo que profetizó Jeremías tocante a la generalidad de las naciones. (Pues también a ellos los reducirán a servidumbre muchas naciones y reyes grandes, y les pagaré según sus obras y según la hechura de sus manos.)

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías subraya que durante veintitrés años el Señor le ha hablado y que él, fielmente, ha comunicado su palabra al rey de Judá, a su pueblo y a toda Jerusalén, la capital del reino. Esa es la tarea y la responsabilidad del profeta fiel al Señor: no esconder ni reducir la Palabra del Señor que se comunica mediante la predicación. El profeta es el hombre de la Palabra. Y esta es su única arma para despertar los corazones y llevarlos a la conversión. El profeta no es el hombre de las palabras que sorprenden sino el hombre de las palabras que transforman; su cometido no consiste en prever el futuro sino en hacer que resuene la Palabra divida entre el pueblo, que a menudo olvida los bienes recibidos y se muestra rebelde a todo lo que no lo favorece. El profeta, pues, se convierte en una voz, un grito que sacude el desierto de las ciudades y se dirige a un pueblo que está demasiado acostumbrado a escuchar solo palabras de éxitos y de triunfos. Jeremías es, como lo será también Juan el Bautista, un verdadero profeta, y no dice lo que el pueblo quiere oír sino lo que el Señor quiere que el pueblo sepa. Por eso la libertad interior del profeta es muy grande, porque debe proclamar una Palabra que no es suya, sino de aquel que se la ha dado, el Señor. Jeremías afirma que él habló al pueblo «puntualmente» (v. 3). El profeta no evita la Palabra que debe comunicar. Es consciente de la vocación de ser siervo de la Palabra, anunciador ininterrumpido, a tiempo y a destiempo (cfr. 2 Tm 4,2). Dios entrega su Palabra al profeta y al apóstol. La Palabra quema en su corazón y no se la pueden quedar solo para ellos, deben comunicarla aunque muchos no la escuchen. En cualquier caso, se cumplirá el plan de Dios: tras la larga prueba a la que será sometido el pueblo de Israel (setenta años de deportación), volverán a su tierra. La esperanza en el Señor no defrauda. Habrá un nuevo inicio. Será el Reino que Jesús anunciará y del que nosotros, por gracia, somos ciudadanos: somos partícipes de un tiempo nuevo para los pobres y los necesitados, el tiempo en el que el pueblo de los discípulos de Jesús se convierte en el lugar en el que los pobres y los necesitados encuentran reposo y alivio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.