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Domingo 6 de octubre

Homilía

«¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú escuches, clamaré a ti: “¡Violencia!” sin que tú salves? ¿Por qué me haces ver la iniquidad, mientras tú miras la opresión? ¡Ante mí hay rapiña y violencia, se suscitan querellas y discordias» (vv. 2-3). Son las palabras iniciales del diálogo entre el profeta Habacuc y Dios. No sabemos nada de este profeta. Se presenta a sí mismo como alguien frío y escéptico que, en su habitual diálogo con Dios en el templo, se atreve a pedirle cuentas sobre ciertos asuntos, a pedirle explicaciones sobre el comportamiento del Altísimo cuando castiga a un malvado con un malvado peor (el malvado para el profeta es el imperio asirio, y el malvado aún peor sería el imperio neobabilonio).
La situación que tiene el profeta frente a sus ojos está marcada por desgracias, dolores, violencias, luchas y contiendas; y Dios parece no darse cuenta, como si no pudiera hacer nada o estuviera distraído. ¡Y es su pueblo el que está viviendo una amarga esclavitud! El profeta se pregunta «hasta cuándo» durará esta situación. Y si Dios responde que castigará al malvado con otro aún peor, el profeta pregunta «¿por qué?»; ¿no se instauraría de ese modo una cruel cadena que enfrentaría a un pueblo contra otro? El profeta parece desafiar a Dios a que le dé una respuesta; él estará como guardia y centinela en su puesto hasta que Dios responda. Y llega la respuesta. Dios habló al profeta y, a través de él, a todos los hombres: «Escribe la visión, ponla clara en tablillas para que pueda leerse de corrido. Porque tiene su fecha la visión…; si se atrasa, espérala, pues vendrá ciertamente, sin retraso» (vv. 2-3). «Sucumbirá –continúa el texto– quien no tiene el alma recta, mas el justo por su fidelidad vivirá» (v. 4), es decir, salvará su vida mediante la confianza en Dios. En las preguntas del profeta Habacuc se concentran las numerosas preguntas de estos tiempos, especialmente las relacionadas con la situación de países cercanos al nuestro y de otros muchos países del gran mundo de los pobres.
El profeta dice que sucumbirá aquel que no tenga el alma recta, mientras que el justo vivirá por su fe. Frente a lo que está sucediendo, cada creyente está llamado a redescubrir con urgencia la radicalidad de su fe. No nos encontramos en el terreno de las decisiones particulares y parciales, sujetas al criterio del juicio histórico. Está en juego el sentido profundo de la vida y de las decisiones personales, sociales e incluso políticas. De algún modo, está en juego la razón que rige cada una de las decisiones, íntimamente ligada al carisma de la fe. El apóstol Pablo recuerda a Timoteo (en la segunda lectura) que «reavive el carisma» que ha recibido; y añade que el carisma no es «un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza» (2 Tm 1, 7). Así define Pablo al hombre de fe: alguien que decide vivir mirando siempre al Señor. El hombre de fe no es tímido ni vergonzoso; es firme y valiente en su testimonio, como el propio Pablo escribe a Timoteo.
El Evangelio de Lucas (17,5-10) se abre con la oración de los apóstoles a Jesús: «Auméntanos la fe». En estos tiempos tal vez todos deberíamos hacer esa oración. Oiríamos como Jesús nos contesta: «Si tuvierais una fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: “Arráncate y plántate en el mar”, y os habría obedecido» (v. 6). No hace falta tener una gran fe, parece decir Jesús. Basta una fe pequeña, pero que sea fe, es decir, confianza en Dios más que en cualquier otra cosa (carrera, dinero, partido, clan, uno mismo). De esta fe basta un «grano», que ya es capaz de mover montañas. La comprobación la encontramos en la frase final del pasaje evangélico: «Cuando hayáis hecho todo lo que os mandaron, decid: “No somos más que unos pobres siervos; solo hemos hecho lo que teníamos que hacer”» (v. 10). El discípulo está llamado a hacer su deber hasta el fondo y a decir al acabar: «No somos más que unos pobres siervos». Para nosotros, acostumbrados a reivindicar méritos y reconocimientos, estas palabras suenan realmente extraño. No obstante, en ellas se puede depositar la confianza en un nuevo futuro.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.