ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 24 de noviembre

Homilía

Con este trigésimo cuarto domingo se cierra el año litúrgico. Es cierto que solo se da cuenta de ello aquel que va a la iglesia. En efecto, se trata de una fecha que no se corresponde con ningún acontecimiento administrativo, escolar o de otro tipo, que de algún modo abra o cierre un periodo particular. En realidad todo el año litúrgico responde a una división del tiempo ajena a las costumbres habituales de los hombres. Y ya está bien que sea así. El tiempo litúrgico, de hecho, no nace de abajo; no tiene su origen en las mediciones de los hombres y de sus ritmos. Es un tiempo que viene de las alturas, de Dios; es el «Tiempo» de Dios que entra en el «tiempo» de los hombres; es la «Historia» que irrumpe en la «historia» de los hombres. Se podría decir que el año litúrgico es el mismo Cristo, contemplado de domingo en domingo. Este último domingo, que cierra el tiempo litúrgico, vemos a Cristo al final de los tiempos como «rey del universo». La Palabra de Dios, también este domingo, como ha hecho siempre, nos toma por la mano y nos introduce en la contemplación de la realeza de Jesús. No se trata de ver desde fuera este misterio: ya estamos dentro. El apóstol Pablo nos exhorta a cada uno de nosotros a dar gracias a Dios que «nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido» (Co 1,13). Realmente somos «trasladados» –es decir, somos «emigrantes»– de este mundo, donde reinan las tinieblas, a otro mundo, donde reina el Señor Jesús. Y que este mundo de Jesús es distinto del nuestro se ve claramente en la escena evangélica que se nos propone hoy como imagen de la realeza: Jesús clavado en cruz con los ladrones a los lados.
Alguien, excusándose por la vena desacralizadora de la comparación, ha dicho que esa es la foto oficial de nuestro rey (es verdad que la hemos puesto en muchos lugares, pero estamos tan acostumbrados a verla que ha perdido su valor de escándalo, de piedra de tropiezo, para convertirse a menudo únicamente en un objeto de adorno). No hay duda de que se trata de un extraño trono (la cruz) y de una corte todavía más extraña (dos ladrones). Pero Jesús afirma sin medias tintas que él es rey, y que lo es en este mundo. El apóstol Pablo recogió esta convicción y la transmitió a las iglesias, sabedor del escándalo que iba a provocar. A los cristianos de Corintio les escribía: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Co 1,23). Jesús es rey estando crucificado; así ejerce él su poder real. Jesús, además, lo había dicho varias veces a los discípulos durante los tres años que había estado con ellos. Poco antes de morir les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores. Pero no así vosotros» (Lc 22,25-26). Y Jesús es el primero que lo muestra con su vida y con su muerte. Mientras está clavado en la cruz le llega una sugerencia idéntica de varias partes: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!» (23,37). Se lo dicen los jefes de los sacerdotes, se lo gritan los soldados y también uno de los ladrones colgado junto a él. Las personas son distintas, pero el mensaje es siempre el mismo: «Sálvate a ti mismo». Estas simples cuatro palabras encierran uno de los dogmas que más radicalmente sustentan la vida de cada uno de nosotros. Y esta doctrina la hemos aprendido desde la infancia. Esa doctrina contiene la regla de vida, sintetiza la vara de medir para juzgarlo todo, simboliza la línea divisoria según la cual hay que aceptar una cosa o rechazar otra.
Pues bien, en la cruz ese dogma queda derrotado. El amor anula la convicción más profunda que domina la vida de los hombres. Todos se salvan a sí mismos, en este mundo. El único que no se salvó a sí mismo fue Jesús. En ese sentido el poder real alcanza su punto más alto en la cruz. Y vemos su efecto inmediatamente. Jesús rey, al no ceder a la última tentación, la de salvarse a sí mismo, salva a uno de los dos ladrones solo porque este adivinó hasta dónde lo había llevado el amor. La fiesta de Cristo, rey del universo, es la fiesta de este amor, un amor que se ha dado a sí mismo por los hombres. Nuestra esperanza, nuestro hoy y nuestro mañana se basan en ese amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.