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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de San Francisco Javier, jesuita del siglo XVI, misionero en India y Japón. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 3 de diciembre

Recuerdo de San Francisco Javier, jesuita del siglo XVI, misionero en India y Japón.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 10,21-24

En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.» Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El evangelista Lucas abre el capítulo décimo con el envío de los setenta y dos discípulos, de dos en dos, para preparar, en la ciudad donde Jesús tenía que ir, su llegada. A la tarde, después de haber realizado esta primera misión, cuando se reúnen alrededor del Maestro, están llenos de alegría. Y cuentan los prodigios que han podido realizar. Entre otras cosas, están llenos de satisfacción pero también de estupor, y refieren a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre” (17). Era la alegría asombrada de quien experimenta la fuerza del Evangelio. Probablemente habían creído poco en el “poder” que Jesús les había confiado, como muchas veces nos pasa también a nosotros cada vez que escuchamos el Evangelio: es fácil dudar de la fuerza de cambio presente en la Palabra de Dios. Pero aquel día, quizá por el entusiasmo de la primera vez, han comunicado con pasión verdadera lo que Jesús les había dicho. Y los frutos han sido inmediatos. Al escuchar su relato, Jesús se alegra profundamente. El evangelista subraya que “en aquel momento”, es decir, mientras escucha el relato de los discípulos, como queriendo unirse estrechamente a él, “se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo”. No es un entusiasmo superficial. Los sentimientos que Jesús siente en aquel momento son mucho más. Es la alegría al ver que la acción de los discípulos es su misma acción. Los discípulos actúan en su mismo Espíritu. Por esto afirma: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”. Jesús estaba con ellos, les acompañaba y veía lo que ellos hacían en su nombre. De esta conciencia nace del corazón de Jesús la oración de acción de gracias al Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a ingenuos”. Es la alegría que Jesús siente al ver que la misión que le ha confiado el Padre, es decir, la instauración del Reino de los cielos, está empezando a realizarse también a través de la obra de aquellos discípulos. Jesús sabe bien que no son hombres poderosos, es más, son pequeños y débiles. Pero es esta -dice Jesús al Padre- la forma en que se realiza el Reino de los cielos en medio de los hombres. Y une de forma directa la relación que él tiene con el Padre con la que establece con los discípulos. En la familiaridad con Jesús los discípulos alcanzan esa misma con el Padre que está en los cielos. Es el don de la comunión que conforma la vida misma de los discípulos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.