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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de San Nicolás († 350). Fue obispo en Asia menor (la actual Turquía), y es venerado en todo Oriente Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 6 de diciembre

Recuerdo de San Nicolás († 350). Fue obispo en Asia menor (la actual Turquía), y es venerado en todo Oriente


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 9,27-31

Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?» Dícenle: «Sí, Señor.» Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe.» Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!» Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cuando salió de la casa del jefe de la sinagoga, Jesús es seguido por dos ciegos que le dirigen una oración simple: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!”. Es una invocación que encontramos frecuentemente en los Evangelios. Y la Iglesia -madre buena y premurosa- nos la hace repetir al comienzo de cada Misa: “¡Señor, piedad!”. Ante la grandeza del Señor esta es la primera y más importante oración que podemos dirigirle a Él: somos pobres mendigos de amor y de salvación en un mundo frecuentemente avaro y cruel. Una vez dentro de la casa, Jesús acoge a los dos ciegos y habla con ellos. La curación -y este es el sentido profundo de este pasaje, como de todos los que cuentan milagros semejantes- no es un ejercicio de magia ni tampoco el fruto de ritos esotéricos. Ésta se produce siempre dentro de una relación personal con Jesús: es necesario encontrar sus ojos, su corazón, es necesario unirse a él con confianza. Por eso Jesús pregunta a los dos ciegos: “¿Creéis que puedo hacer eso?”. Es la pregunta de la fe, de la confianza en él. Sin esta relación personal, directa, no hay curación. Cuando los dos ciegos respondieron afirmativamente a la pregunta, Jesús tocó sus ojos y dijo: “Hágase en vosotros según vuestra fe”. En ese momento los ojos de los dos se abrieron. El diálogo instaurado entre Jesús y aquellos dos ciegos parece sugerir que Jesús obedece a lo que los dos ciegos le piden. Es como decir que no es posible el milagro sin su fe, sin su implicación. Hay una especie de proporcionalidad entre la fe y la curación. Es la misma convicción que hace decir al autor de la Carta de Santiago: “No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal” (4, 2). Ciertamente, el Señor sabe anticipadamente lo que necesitamos (Mt 6, 8), pero la oración hecha con fe inclina el corazón del Señor hacia nuestra petición. Es una enseñanza preciosa que debemos hacer nuestra. La fe es ante todo abandono en el Señor que viene para salvarnos de toda esclavitud y para liberarnos de toda ceguera. Confiemos nuestra vida al Señor para tener la luz y caminar por sus caminos. Jesús advirtió a los dos ciegos curados de que no hablaran a nadie de lo que les había ocurrido. Quizá quería hacerles comprender que no había venido para su gloria, sino para salvar a los que necesitaban ayuda. ¡Qué distancia de nosotros y de nuestras costumbres! Por mucho menos nosotros nos gloriamos y nos mostramos a los demás.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.