ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 18 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 7,19-23

los envió a decir al Señor: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» Llegando donde él aquellos hombres, dijeron: «Juan el Bautista nos ha enviado a decirte: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» En aquel momento curó a muchos de sus enfermedades y dolencias, y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y les respondió: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La palabra evangélica sigue en estos días sacudiendo nuestra pereza y nuestra superficialidad: no podemos entretenernos, debemos prepararnos para acoger en nosotros el misterio de la Navidad. El clima que nos rodea no es precisamente favorable para la reflexión sobre el sentido profundo de la Navidad. Por el contrario, el denominado “clima navideño” amenaza con alejarnos de la profundidad del misterio de Dios que escoge la pobreza y la debilidad de la condición humana para salvarnos. Como para contrastar con la esclavitud de nuestras banales distracciones, el Evangelio nos presenta a Juan Bautista que está todavía en la cárcel. Este hombre de Dios, incluso desde la cárcel -el evangelista Lucas no lo menciona, pero es lícito presuponerlo- sigue esperando al Mesías liberador. Es más, quizá precisamente esa situación acrecienta en él el deseo de alguien que pueda liberarle en profundidad de las esclavitudes de la tierra. No se resigna a las cadenas -no sólo las de la cárcel-, no deja de esperar y esperar, no se deja adormentar por el clima condescendiente y superficial del mundo. Manda a los suyos donde Jesús para que le pregunten: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”. Juan cree en las promesas de Dios, y, en cierto modo, quiere apresurarlas. Jesús no tarda en responder, y evoca un pasaje del profeta Isaías donde se describe lo que sucede cuando llega el Mesías al mundo: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva”. Al escuchar lo que sus discípulos le cuentan, Juan comprende que la profecía de Isaías se ha cumplido con Jesús y quizá puede repetir en su corazón la misma oración de Simeón mientras tomaba entre los brazos al Niño: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación”. A nosotros que escuchamos hoy esta página evangélica se nos recuerda cuáles son los signos que indican la presencia de Dios en la historia humana: servir a los enfermos y a los débiles, devolver la vista a quien no ve y la fuerza a quien no camina, y anunciar el Evangelio a los pobres. ¿Cómo esperar la Navidad? ¿Cómo anunciarla al mundo? ¿Cómo podemos indicarnos a nosotros mismos y a los demás que el Señor ha venido a visitarnos? El único camino que permanece es el que indica Jesús a los discípulos de Juan: el testimonio concreto del Evangelio del amor hacia los débiles y los pobres. El tiempo de Navidad es una ocasión propicia para vivir también nosotros esta página del Evangelio, y comprender que la Navidad comienza cada vez que “se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (22).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.