ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 20 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 5,33-36

Vosotros mandasteis enviados donde Juan,
y él dio testimonio de la verdad. No es que yo busque testimonio de un hombre,
sino que digo esto para que os salvéis. El era la lámpara que arde y alumbra
y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan;
porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar
a cabo,
las mismas obras que realizo,
dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En este tiempo de preparación de la Navidad, el Evangelio continúa haciéndonos contemplar la figura del Bautista. Hoy, a través del evangelista Juan, nos llegan las palabras que Jesús dijo a las multitudes mientras enseñaba en el templo. Jesús les recordó que ellos mismos habían enviado mensajeros al Bautista mientras “dio testimonio de la verdad” (Jn 1,19-34). El austero profeta surgió para preparar el camino al Mesías. Él no era la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz que estaba viniendo para iluminar al mundo, es decir, Jesús, como leemos en el prólogo del cuarto Evangelio (Jn 1,8). Jesús quiere subrayar que el testimonio del Bautista ha sido importante. Baste pensar, podemos añadir nosotros, que dos de sus discípulos, al escucharle decir que Jesús era “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (cfr Jn 1,29), escogieron dejarle para seguir al joven profeta de Nazaret. Pero Jesús reivindica que hay un testimonio a su favor que es mucho más grande que el del Bautista. Es el testimonio que viene del Padre mismo que está en los cielos. Jesús invita a la gente a reflexionar sobre las obras por él realizadas: es el Padre quien le ha mandado realizarlas. Este es un tema que vuelve con frecuencia en el cuarto Evangelio. Por ejemplo, durante la predicación en el templo, en la fiesta de la Dedicación, Jesús dice a la multitud: “Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí” (Jn 10,25); y en la última cena dice a los discípulos: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras” (Jn 14,11). La misión de Jesús no está hecha de protagonismo personal, sino de una tarea recibida de lo alto que debe llevar a cumplimiento. Y en esa misma longitud de onda se sitúan los discípulos de Jesús y su Iglesia. No hemos sido llamados para exaltarnos a nosotros mismos o para realizar nuestros proyectos personales. La misión del discípulo y de toda la comunidad eclesial es realizar las obras del Padre. El Evangelio nos pone en guardia ante un individualismo religioso hecho de prácticas y ritos para sentirnos con buena conciencia. Es una actitud típicamente farisaica. Es bueno estar atentos a nuestro protagonismo. Es más, es una buena norma temerlo, porque nos lleva a ponernos siempre por delante de todos, incluso en las cosas de la fe. La obra del Padre es sólo una, y todos estamos llamados a acogerla en el corazón y a comprometernos para realizarla: ayudar a los hombres y mujeres de este mundo a conocer y amar a Jesús. Este es el camino que salva de la esclavitud de los pecados y de la misma muerte.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.