ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 21 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 1,39-45

En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio de la “visitación” quiere como meternos prisa para preparar nuestro corazón al nacimiento de Jesús. En efecto, el evangelista escribe que María, después de haber sabido por el ángel que Isabel esperaba a un hijo, corrió “con prontitud” hacia ella. En realidad, el Evangelio siempre mete prisa. La Palabra de Dios nos empuja a cada uno a salir de nuestras costumbres, aunque sean buenas, pero sólo nuestras, para cumplir lo que se nos dice; nos exhorta a no detenernos en las preocupaciones y los pensamientos de siempre, nos pide salir de la pequeña aldea de nuestros horizontes para apresurarnos hacia el día y el lugar del nacimiento de Jesús. Podemos fácilmente imaginar cuántas preocupaciones tendría María en aquellos momentos, ¡después que el ángel hubiera dado la vuelta a su vida por completo! Sin embargo, dejó Nazaret para ir donde la anciana prima Isabel, embarazada desde hacía ya seis meses, y que ciertamente necesitaba ayuda. No era fácil para María, jovencísima, afrontar un viaje tan largo y difícil. Tuvo que atravesar “la región montañosa”. Es una anotación que lleva a considerar la seriedad de aquella empresa. En realidad, el Evangelio siempre nos hace levantarnos de nuestras costumbres cansadas y nos empuja a ir junto a quien sufre y tiene necesidad. Téngase muy en cuenta que no es una decisión espontánea, sobre todo para nosotros que, a diferencia de María, nos dejamos guiar con frecuencia por nuestra pereza. Para ir más allá de nosotros mismos se necesita confiar en la Palabra de Dios. Nosotros, sin embargo, nos fiamos más de nuestras convicciones y de nuestras certezas, que ciertamente nos parecen siempre justas, que de lo que escuchamos del Evangelio. El ejemplo de José nos sirve de advertencia. María se dejó tocar el corazón por la necesidad de ayuda de la prima y, sin dudarlo, acudió donde ella. En cuanto Isabel la vio llegar a su casa se alegró en sus entrañas. Es la alegría de los débiles y de los pobres cuando son visitados por los “siervos” y las “siervas” del Señor, es decir, por los que “han creído que se cumplirían las cosas que les fueron dichas de parte del Señor”. De la boca de los pobres sale la bendición hacía todos los que acuden junto a ellos con amor. En aquel momento se realiza una auténtica y verdadera epifanía del Espíritu Santo. En efecto, la sonrisa de los pobres es la sonrisa de Dios; su alegría es la alegría de Dios. Y los creyentes sentirán cómo vuelve hacia ellos la belleza y la fuerza de esa alegría provocada en lo más profundo del corazón de los pobres. Aquel abrazo entre la joven María y la anciana Isabel es el icono del amor que los cristianos están llamados a dar al mundo de este comienzo de milenio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.