ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 24 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 1,67-79

Zacarías, su padre, quedó lleno de Espíritu Santo, y profetizó diciendo: «Bendito el Señor Dios de Israel
porque ha visitado y redimido a su pueblo. y nos ha suscitado una fuerza salvadora
en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos,
por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos
y de las manos de
todos los que nos odiaban haciendo misericordia a nuestros padres
y recordando su
santa alianza y el juramento que juró
a Abraham nuestro padre,
de concedernos que, libres de manos enemigas,
podamos servirle sin temor en santidad y justicia
delante de él todos nuestros días. Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo,
pues irás delante del Señor
para preparar sus caminos y dar a su pueblo conocimiento de salvación
por el perdón de sus pecados, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios,
que harán que nos visite una Luz de la altura, a fin de iluminar a los que habitan
en tinieblas y sombras de muerte

y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Nos encontramos en la vigilia de Navidad y el Evangelio nos pone en los labios el canto de alegría del viejo Zacarías que ha reconocido el milagro del nacimiento del hijo. Y, como sucedió con María, tampoco él puede reprimir la alegría de la novedad de Dios y prorrumpe en un canto de alegría –el conocido canto del “Benedictus” – por el nacimiento del pequeño Juan. Esta oración de alabanza está hecha con citas de la Escritura, como para sugerirnos un secreto para la oración a Dios: usar las palabras de la Biblia también para rezar. Es una invitación que toda la tradición de la Iglesia nos dirige. Baste con pensar en los salmos. Con gran sabiduría espiritual, el pastor Dietrich Bonhoeffer decía que en los salmos Dios mismo ha preparado para nosotros la oración que dirigirle: cuando estas palabras llegan a su oído las reconoce, porque son suyas, y responde. Zacarías da gracias al Señor por su “misericordia” hacia su pueblo, al que quiere salvar de todo enemigo. Y en aquel hijo Zacarías ve al “profeta del Altísimo” que “irá delante del Señor para preparar sus caminos”. El Benedictus nos recuerda que el Señor ha escogido que alguien le preceda para que le prepare el camino. Así sucede todavía hoy: cada uno de nosotros necesita un hermano o una hermana que nos ayude a preparar nuestro corazón, muchas veces distraído y lleno de sí mismo, para dirigirlo hacia el Señor y lo que le pertenece. No podemos creer solos. Y téngase muy en cuenta que esto no es ninguna merma para nuestro “yo” o para nuestra autonomía. La exaltación del yo es una trampa insidiosa. La autonomía no sólo no salva, sino que nos hace más solos y más débiles. El camino de la salvación es el opuesto, es decir, tener alrededor nuestro amigos (ángeles buenos) que nos ayudan a identificar y a recorrer el camino del Evangelio del amor. Si nos dejamos ayudar por los ángeles del amor que el Señor no deja de enviarnos –y debemos estar atentos a no alejarlos-, también nosotros veremos cosas nuevas y podremos cantar con la alegría del anciano Zacarías porque el Señor ha visitado una vez más a su pueblo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.