ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 9 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 6,45-52

Inmediatamente obligó a sus discípulos a subir a la barca y a ir por delante hacia Betsaida, mientras él despedía a la gente. Después de despedirse de ellos, se fue al monte a orar. Al atardecer, estaba la barca en medio del mar y él, solo, en tierra. Viendo que ellos se fatigaban remando, pues el viento les era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche viene hacia ellos caminando sobre el mar y quería pasarles de largo. Pero ellos viéndole caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos le habían visto y estaban turbados. Pero él, al instante, les habló, diciéndoles: «¡Animo!, que soy yo, no temáis.» Subió entonces donde ellos a la barca, y amainó el viento, y quedaron en su interior completamente estupefactos, pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Comentando esta página evangélica, los Padres de la Iglesia comparan la barca en medio del lago con la comunidad cristiana (y con cada discípulo) que atraviesa el mar de la vida. La experiencia de todos los creyentes es, en efecto, constatar que el viento de este mundo (su cultura consumista y su mentalidad egocéntrica, el someterse a la esclavitud del mercado y al hedonismo a toda costa) sopla al contrario que el Evangelio. En todo caso, por encima de las muchas promesas falaces del mundo, la travesía de la vida no es nunca sencilla y mucho menos es posible pensarla siquiera exenta de obstáculos. Por esto, ante las primeras dificultades ineludibles, es todavía más fácil dejarse llevar por el miedo y caer en la espiral de la tristeza y el extravío. En una cultura materialista y egocéntrica es todavía más fácil pensar que el Evangelio es una palabra vacía, casi como un fantasma. Y si lo creían los discípulos al ver a Jesús, ¿cuánto más podemos creerlo también nosotros, dominados como estamos por nuestros fantasmas? Pero Jesús se sigue mostrando y repitiendo: “No temáis”. Sí, nos lo repite también a nosotros, discípulos del último momento y en todo caso miedosos ante las dificultades del tiempo que estamos viviendo. Es una palabra que nos llega con una fuerza especial, también porque Jesús conoce bien nuestra incredulidad y nuestros límites. Por esto no sólo se acerca y nos exhorta, sino que él mismo sube a la barca. Su presencia amorosa calma el viento de inmediato. La seguridad de los discípulos, su paz, su esperanza, está precisamente en el tomar a Jesús con ellos y en volver a poner en él toda la confianza, sobre todo en los momentos difíciles de la vida. El Señor no es un fantasma; es el amigo más verdadero y más fuerte. En Navidad lo hemos contemplado y recibido como un niño, pequeño e indefenso, pero a la vez muy fuerte. Hoy es como un pastor sabio y bueno que nos conduce y nos protege. En verdad, tanto de niño como de adulto, Jesús nos recuerda que la fuerza verdaderamente poderosa es el amor. El amor, tal y como aparece en el Evangelio, es a la vez la debilidad del niño, porque no está marcado por la arrogancia, y la fuerza de quien camina incluso sobre las aguas agitadas por los vientos y las calma. El amor de Dios, en su mansedumbre y misericordia, es más fuerte que todo mal, incluso que aquellas olas de muerte que no cesan de abatirse sobre los hombres y que parecen irresistibles. Aquel niño las ha vencido ya, y con ellas también la última ola, la de la muerte.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.