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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo especial de las comunidades cristianas de Europa y de América. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 24 de enero

Recuerdo especial de las comunidades cristianas de Europa y de América.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 3,13-19

Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que le entregó.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con el pasaje que acabamos de escuchar comienza una nueva sección del Evangelio de Marcos. El evangelista comienza advirtiendo del lugar de la reunión: el monte. Ya no estamos a orillas del lago de Galilea con la afluencia de multitudes. Jesús se desplaza a lo alto del monte. Casi con certeza es el monte de las bienaventuranzas, puesto que inmediatamente después de la elección de los Doce, según la narración de los otros evangelistas, viene el discurso de la montaña. El monte es el lugar de la oración, el lugar del encuentro con Dios más que el de la misión entre la gente. Y escribe Marcos que Jesús “llamó a los que él quiso; y vinieron junto a él”. Es él quien escoge y quien llama. Después de la adhesión a la llamada, Jesús los lleva consigo sobre el monte. Son doce, como las doce tribus de Israel. Es claramente un acto lleno de sentido: él es el pastor de todo Israel. Por fin todo el pueblo de Dios encontraba su unidad alrededor del único pastor. Aquellos Doce están unidos a partir de Jesús que les ha llamado y les ha unido a su misma misión. Es el Señor Jesús quien les mantiene unidos como hermanos, y no otro. La razón de la comunión cristiana es sólo Jesús, ciertamente no la nacionalidad, ni intereses comunes, ni lazos de cultura o de sangre, ni una misma condición o una común pertenencia. Les reúne sólo el ser todos discípulos de ese único Maestro. Pero estar junto a Jesús no es para encerrarse en un grupo elitista y preocupado de su propia vida. Jesús los “instituyó”, es decir, los estableció en la unidad para “enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios”. Es lo que Jesús hacía: predicar el reino de Dios y expulsar demonios (Mc 1,27.39). La Iglesia, fundada sobre los Doce, está llamada a continuar a lo largo de los siglos y en el mundo entero esta misma obra. Pero la comunidad cristiana no es anónima, no está compuesta de personas que carecen de lazos mutuos, que no se conocen entre sí. El Señor ha llamado a los Doce por su nombre, uno a uno. Así nació esta primera comunidad de los Doce, y del mismo modo continúa naciendo todavía hoy toda comunidad cristiana. Cada uno tiene su nombre, su historia, y a cada uno se le ha confiado la misión de anunciar el Evangelio y curar las enfermedades. La condición previa a la misión es que el apóstol debe ante todo “estar con Jesús”. Se podría decir que el apóstol es ante todo discípulo, es decir, alguien que está con Jesús, que le escucha, que le sigue. El estrecho vínculo con la vida y las palabras de Jesús son el fundamento de la apostolicidad de los discípulos. Si están con Jesús irán con él en medio de las multitudes y continuarán su misma obra. No es casualidad que, según narra el evangelista Juan, Jesús les dirá: “Separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Es Jesús quien actúa a través de su Iglesia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.