ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los apóstoles
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los apóstoles

Recuerdo de la conversión de Pablo en el camino de Damasco. Recuerdo también de Ananías, que bautizó a Pablo, predicó el Evangelio y murió mártir. Hoy concluye la semana de oración por la unidad de los cristianos. Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en Asia y Oceanía. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los apóstoles
Sábado 25 de enero

Recuerdo de la conversión de Pablo en el camino de Damasco. Recuerdo también de Ananías, que bautizó a Pablo, predicó el Evangelio y murió mártir. Hoy concluye la semana de oración por la unidad de los cristianos. Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en Asia y Oceanía.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 16,15-18

Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia recuerda la conversión de Saulo de Tarso, un acontecimiento que ha marcado de forma única la historia cristiana. Saulo, con las cartas del Sumo Sacerdote en sus manos, procedía contra los cristianos de Damasco con el máximo rigor. Mientras se está acercando a la ciudad, de repente le envuelve un haz de luz. Enceguecido cae a tierra y oye una voz que lo llama por su nombre dos veces: “Saulo, Saulo”. No ve nada, sólo escucha una voz que le llama por su nombre. Ser llamados por el nombre es en ciertos momentos una experiencia decisiva e inolvidable. Aturdido, Saulo pregunta: “¿Quién eres, Señor?” Y la respuesta es: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. No sabemos cuál fue el primer pensamiento de Pablo. Ciertamente pudo pensar que no se persigue a un muerto; evidentemente Jesús estaba vivo. Se levanta pero no ve nada; llevado de la mano por sus compañeros, atónitos por lo sucedido, se dirige a Damasco como la voz de Jesús le había ordenado. ¿Qué le había sucedido a Pablo? No se trató, como generalmente se piensa, de una “conversión” de una religión a otra: el grupo de cristianos permanecía todavía dentro del judaísmo, y no se pensaba de hecho en otra religión. Para Pablo fue un acontecimiento mucho más profundo que lo cambió radicalmente: fue un verdadero y auténtico renacimiento. Por esto la caída a tierra de Pablo es uno de esos hechos emblemáticos que interrogan la historia de cada hombre; casi como diciendo que si “no caemos”, si no “tocamos tierra”, difícilmente comprenderemos lo que significa vivir. Cada uno, por desgracia, está acostumbrado a afirmarse en sí mismo, a insistir sobre su propio yo. No sólo no caemos a tierra, sino que ni siquiera miramos hacia el suelo, es decir, hacia el dolor de los demás. En verdad cada uno de nosotros es un pobre hombre, una pobre mujer. Sólo cuando reconocemos nuestra pobreza podemos retomar el camino de la sabiduría. De hecho, el orgullo lleva a la ruina, al desencuentro, a la violencia; la humildad, en cambio, regenera, hace más comprensivos, más solidarios, más humanos. La caída de Pablo es un signo para todos, para quien cree y para quien no cree, porque nos hace más humanos, y por tanto abiertos a la salvación. Pablo, caído de su propio yo, acogió el Evangelio y se convirtió en un hombre universal. Su predicación superó no sólo las fronteras étnicas judías sino todo tipo de fronteras. Las palabras de Jesús resucitado a los Once: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” se convirtieron para Pablo en la esencia de su misión. “¡Ay de mí si no predico el Evangelio!”, escribe a los Corintios. Y se encaminó hasta los confines de la tierra. Y en todas partes su predicación se veía confirmada por prodigios, y si agarraba con la mano alguna serpiente, como en Malta, no recibía daño alguno. Pablo sigue pidiéndonos todavía hoy que comprendamos nuevamente la primacía de la evangelización en la vida de las comunidades cristianas.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.