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Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de los Santos Cirilo y Metodio, padres de la Iglesia Eslava y patrones de Europa. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 14 de febrero

Recuerdo de los Santos Cirilo y Metodio, padres de la Iglesia Eslava y patrones de Europa.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 7,31-37

Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: «¡Abrete!» Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús continúa comunicando el Evangelio en territorio pagano, donde también tienen lugar escenas análogas a las que se veían en Galilea. El Evangelio, en efecto, se puede –es más, se debe- anunciar en todo lugar. Podríamos decir que lo esperan todos los pueblos, todas las culturas, todos los hombres. El mundo entero espera el Evangelio, una palabra de salvación, un gesto de misericordia. El paso de Jesús continúa creando, incluso en territorio pagano, ese clima nuevo de fiesta y de esperanza experimentado sobre todo por los enfermos y los pobres, igual que ocurría en Galilea. Algunos paganos, a los que había llegado la fama de sanador del joven profeta, llevan ante Jesús a un hombre sordomudo. Jesús lo lleva consigo a un lugar aparte, lejos de la multitud. El Evangelio continúa subrayando que la curación, del tipo que sea (en el cuerpo o en el corazón) ocurre siempre a través de una relación directa con Jesús, no en la confusión del mundo, y mucho menos a través de una relación esotérica. Es necesaria una relación personal, directa, con Jesús: mirarle a los ojos, escuchar su palabra, aunque sea sólo una (el centurión le pidió a Jesús: “Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano”). También en este caso, después de haberlo tocado con sus manos, como para subrayar hasta qué punto es concreta la relación, y tras dirigir al cielo su oración, dice tan sólo una palabra a ese sordomudo: “¡Ábrete!”. Y él se cura de su aislamiento: comienza a escuchar y a hablar. “Ábrete” nos dice Jesús también a nosotros. A veces también nosotros estamos sordos y mudos ante el Señor, porque no escuchamos y por tanto no hablamos ni comunicamos con alegría la fuerza de curación del Señor. De hecho un poco más adelante dirá a los propios discípulos: “¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?” (Mc 8, 17-18). El estupor de la multitud, por el contrario, es inmediato y empieza a difundirse. Jesús querría que callasen, pero ¿cómo es posible quedarse mudo ante el evangelio que salva? Ciertamente muchas veces estamos mudos y sordos porque no vemos ni escuchamos. Replegarse sobre uno mismo impide la mirada de la fe, pero si abrimos los oídos al Evangelio y los ojos a las maravillas que emanan de él, también nosotros gritaremos como aquella multitud: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.