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Vigilia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 22 de febrero

Fiesta de la cátedra de San Pedro


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 16,13-19

Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas.» Díceles él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La fiesta de hoy de la Cátedra de Pedro recuerda una antigua tradición que sitúa el comienzo del episcopado de Pedro en Roma precisamente el 22 de febrero. La Liturgia nos invita a conmemorar y a celebrar el “misterio de Pedro”. Por un lado se subraya el fundamento apostólico de la Iglesia de Roma, y por otro el servicio de presidencia en la caridad, es decir, un carisma único que revive en los sucesores de Pedro. El Evangelio que hemos escuchado, con los tres símbolos que menciona –la piedra, las llaves y el atar-desatar- muestra que el carisma de Pedro es un ministerio para la entera edificación de los elegidos de Dios. Sabemos bien lo saludable que es para la Iglesia este ministerio de la unidad que el obispo de Roma está llamado a ejercer, pero hoy lo es aún más. En un mundo globalizado, que empuja fuertemente hacia la autorreferencialidad y la fragmentación, el Papa representa un tesoro único a custodiar, proteger y mostrar. No en las formas potentes de este mundo sino como servicio de amor para todos, y especialmente para los débiles. De hecho el primado no nace de “la carne ni de la sangre”, no es una cuestión de cualidades personales y humanas, es un don del Espíritu de Dios a su Iglesia, como resulta claro del texto evangélico. Y el testimonio del papa Francisco es especialmente elocuente en este tiempo de desorientación y de incertidumbre. La piedra la indicó Jesús mismo cuando reunió a los discípulos en un lugar apartado. Les preguntó qué pensaba la gente de él, pero no tanto por curiosidad –que podría ser incluso legítima. Jesús sabía bien que la espera del Mesías estaba muy viva, aunque entendido como un hombre fuerte, tanto política como militarmente: debería liberar al pueblo de Israel de la esclavitud de los romanos. Sin embargo ésta era una expectativa ajena a su misión, dirigida en cambio a la liberación radical de la esclavitud del pecado y del mal. Después de las primeras respuestas Jesús va directo al corazón de los discípulos: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” Necesita que los discípulos estén en sintonía con él, que tengan un “común sentir” con él. Pedro toma la palabra y, respondiendo por todos, confiesa su fe, y recibe a continuación la bienaventuranza. Pedro, y con él aquel modesto grupo de discípulos, forma parte de esos “pequeños” a los que el Padre revela las cosas escondidas desde la fundación del mundo. Y Simón, hombre como los demás, hecho de “carne y sangre”, recibe en el encuentro con Jesús una nueva vocación, una nueva tarea, un nuevo compromiso: ser piedra, es decir, sostén para tantos otros, con el poder de atar nuevas amistades y de desatar tantas ataduras de esclavitud.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.