ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 25 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 9,30-37

Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará.» Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle. Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos.» Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús camina siempre con sus discípulos. Vive con fuerza el sentido de comunidad: no está nunca solo salvo cuando se retira en oración. Además, tras haber llamado a los discípulos individualmente o de dos en dos, los “constituyó” una comunidad (Mc 3, 13-17). No existe un cristianismo individual. Hoy el individualismo se adueña hasta de los cristianos, y cada uno se hace una religión a medida, un Dios según las propias exigencias y tiempos. Pero Jesús nos muestra que su vida es siempre comunión. Por ello ayuda a los discípulos a vivir en su espíritu. El Evangelio de hoy nos relata que cuando llegan a Cafarnaún y se encuentran a solas, lejos de la multitud, Jesús hace entender a sus discípulos la gran distancia que les separa del Evangelio. Es lo que ocurre cada vez que nos disponemos a escuchar la Palabra de Dios. Pero esa distancia es para nuestro crecimiento. Jesús, en aquellos días, estaba mucho más angustiado que los discípulos a causa de la muerte que le esperaba; en cambio ellos, atemorizados más por su suerte que por la del maestro, se habían puesto a discutir sobre quién era el mayor entre ellos. Jesús, descendiendo casi a su nivel, no desprecia el deseo que tienen de sobresalir, pero le da la vuelta: el primero en la comunidad cristiana es el que sirve. Es el primado absoluto del amor que debe reinar en las comunidades cristianas. Este mandato era tan importante en la conciencia de las primeras comunidades que en los Evangelios esta frase de Jesús se nos refiere en cinco ocasiones. Después de esta afirmación Jesús toma a un niño, lo pone en medio de todos y lo abraza. Obviamente es un centro físico, pero sobre todo de atención: los pequeños –entendidos como los niños, ciertamente, pero también como los débiles, los pobres, los solitarios, los indefensos- deben ser puestos en el centro, es decir, en el corazón mismo de la comunidad. En ellos, de hecho, se hace presente el Señor mismo. Quien acoge a uno de ellos (Jesús abraza a ese niño), quien abre el corazón a los pobres, acoge a Dios mismo y será salvado. Sólo en el servicio y la amistad hacia los pequeños, sólo poniéndolos a ellos en el centro y no a nosotros, podemos aprender y gustar la única y verdadera grandeza, el único y verdadero primado: el de servir. Qué diferente es esta perspectiva de la del mundo en el que vivimos, en el que se compite por los primeros puestos mediante la prepotencia, el dinero, la riqueza, la belleza, la estafa, el engaño, la presunción, la violencia… Muy distinto es el Evangelio de Jesús, que propone la única verdadera grandeza.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.