ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 28 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 10,1-12

Y levantándose de allí va a la región de Judea, y al otro lado del Jordán, y de nuevo vino la gente donde él y, como acostumbraba, les enseñaba. Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?» El les respondió: ¿Qué os prescribió Moisés?» Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.» Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, El los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.» Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Comienza una nueva sección del Evangelio de Marcos. El viaje a Jerusalén prosigue, y el evangelista hace llegar al grupo a la región de Judea, al territorio a oriente del Jordán. Jesús, siempre rodeado por una gran multitud, trata algunas cuestiones importantes para la vida de la comunidad cristiana. La primera tiene que ver con el matrimonio y la obligación de los cónyuges a mantenerse fieles toda la vida. Jesús afirma la indisolubilidad original del matrimonio haciendo referencia al designio inicial de Dios. La ley de Moisés permitía al hombre el acta de divorcio, aunque sólo si el hombre “encontraba en ella algo que le desagradaba”. Según Jesús esta norma es sólo una concesión a la insensibilidad del hombre; la intención original del Señor es un amor fiel para siempre. Por ello en el rito cristiano del matrimonio se repiten las palabras que Jesús pronuncia en el Evangelio: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”. En realidad la promesa de fidelidad y el deseo de una unión estable capaz de durar “todos los días de mi vida” –como proclaman los esposos el día de la boda- son sentimientos presentes en el corazón de todo hombre y de toda mujer que emprenden el camino de la construcción de una familia. Jesús hace aflorar y pone en valor el deseo de cada uno de nosotros de aprender a ser fiel y de no permanecer nunca solo, “en las alegrías y en las penas”. No se trata simplemente de hacer hincapié en un principio abstracto sino de hacer comprender la urgencia del amor, de la fidelidad, de la comprensión recíproca, y también del perdón y de la capacidad de saberse acompañar en la vida matrimonial. Estas palabras, más allá de la casuística, a la vez que subrayan el vínculo matrimonial como vínculo para toda la vida, sugieren además la vocación original a la comunión que el Señor ha inscrito en el corazón de cada uno. Nos ayudan también a comprender que el amor entre un hombre y una mujer no puede ser fruto sólo de un sentimiento, sino que debe estar fundado sobre un proyecto de amor que significa fidelidad y construcción. Se escucha con frecuencia que un matrimonio y una familia estables ya no se adaptan a los tiempos que vivimos. A los más jóvenes les parece especialmente difícil imaginar un amor definitivo y exclusivo para toda la vida. Jesús en el Evangelio, a la vez que recuerda que la fidelidad es el deseo profundo que Dios ha grabado en cada corazón, nos llama también a aprender a amar y a esforzarnos para que la unión de una familia sea estable y fuerte, a imagen del amor del Señor por toda la humanidad y por la Iglesia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.