ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 30 de marzo

Homilía

“¡Alegraos! ¡Exultad y alegraos vosotros que estábais en la tristeza: saciaos de la abundancia de vuestra consolación!” Así hemos recitado al comienzo de esta Santa Liturgia, que precisamente por esto se llama “laetare”. ¿Se puede estar contento en cuaresma? Para nosotros, que ponemos la alegría en tenerlo todo, parece imposible alegrarse. Sin embargo la Liturgia insiste: “¡Alegraos!” De hecho el Señor no pide sacrificios sino misericordia. “¡Alegraos!”, porque el Señor libera de las semillas de enemistad que nos alejan de los demás y entristecen la vida. Es lo que le sucede a aquel ciego del que nos ha hablado el Evangelio.
Aquel hombre se había sentado durante años a pedir limosna, había sido visto por todos, y sólo alguno, de tanto en tanto, se paraba para echarle alguna moneda y continuar después su camino. Jesús, sin embargo, lo ve y se para, no sigue adelante; incluso los discípulos se paran y lo miran. Pero era una mirada diferente a la de Jesús: para los discípulos se convierte en un caso sobre el que entablar una disputa, más interesados en las teorías que en aquel pobre desgraciado. Se podría decir que se trata de una cuestión bastante importante: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” Según el judaísmo corriente la desgracia era efecto del pecado: Dios castigaba al hombre en proporción a su culpa. De hecho esta concepción ha atravesado los siglos, y ha entrado a formar parte también de la mentalidad de muchos cristianos, llegando hasta nuestros días. No es raro escuchar a muchos cristianos decir que Dios es la causa de este o aquel infortunio. Y cuánta gente, en ocasión de desgracia, exclama: “¿Pero qué mal he hecho para que el Señor me castigue de este modo?” Es una concepción totalmente errada, triste y absolutamente ofensiva para el Señor, casi como si estuviese espiando nuestras debilidades para golpearnos todavía más.
Jesús, en esta página, arremete contra esta idea: “Ni él pecó ni sus padres”. No quiere responder a la cuestión teórica (y ciertamente dramática) de la presencia del dolor y la enfermedad en este mundo. Jesús quiere mostrar en cambio, de forma clara, cuál es la actitud de Dios ante el mal. El Señor no inflige el mal a sus hijos (sobre esto es categórico), ni tampoco es indiferente a los dramas y las enfermedades que se abaten sobre ellos. Al contrario, él viene en nuestro socorro para salvarnos, y para curarnos del mal si somos golpeados por él. Es la experiencia de aquel ciego: mientras los discípulos discuten si aquel hombre era o no culpable, Jesús lo ama, se le acerca y lo toca con ternura. La cercanía cariñosa de Jesús cura a aquel hombre de su enfermedad. En esa mano que toca se cumple el misterio del amor de Dios. Sí, el misterio no es una realidad incomprensible, lo incomprensible es más bien la dureza y la maldad de los hombres. El misterio no es una realidad que no se toca. Por desgracia es verdad que con frecuencia los hombres están tan lejos unos de otros que no logran hablarse ni amarse. Pero cuando esa mano se tiende y toca a aquel hombre, he aquí que se desvela el misterio y podemos comprender cuán grande es el amor de Dios por nosotros.
Jesús no responde a la pregunta abstracta sobre quién es culpable (“Ni él pecó ni sus padres”) sino que cura a aquel hombre, le devuelve la vista para que se manifieste la obra de Dios, es decir, una vida libre del mal. El Señor no condena, no se esconde detrás de la fría justicia como los fariseos, no descarga sobre los demás toda responsabilidad. Al contrario, Jesús se hace cargo de la debilidad y cura: se para, habla, tiende su mano e invita a aquel ciego a lavarse en la piscina de Siloé. El ciego “fue, se lavó y volvió ya viendo”. Es una indicación también para nosotros, que con tanta frecuencia estamos ciegos incluso teniendo los ojos abiertos. ¿Cuántas veces no vemos otra cosa que a nosotros mismos? Necesitamos recobrar la vista. ¿Cómo podemos hacerlo? Como hizo aquel ciego: escuchando la palabra de Jesús (el Evangelio) y tomándola en serio su palabra.
Una vez curado, la gente no creía que fuese el mismo mendigo que todos conocían. Sí, para el mundo es imposible cambiar, ser diferente a como se es. Los fariseos, además, se irritan ante aquel cambio; deberían haberse alegrado por un hombre que comenzaba a ver, por alguien que recobraba la esperanza, la sonrisa, la alegría.
Sin embargo son hombres alejados de la vida y faltos de pasión por los demás. A ellos les interesaba la apariencia, o mejor dicho conservar su poder. De modo que lo acosaron, indiferentes a su alegría, que incluso querían humillar. Le recuerdan incesantemente que había nacido todo entero en pecado; para ellos el castigo venía de Dios y era una condena. Un corazón frío, una justicia sin amor, palabras dichas sin bondad, no cambian nada de la vida. Es necesario querer, tender la mano a quien está necesitado, pararse, hablar. Sólo así, encontrando a los demás como Jesús, podemos ayudar a recobrar la vista a quien no ve. Jesús se encuentra de nuevo con aquel ciego, mira su corazón y busca en él a un amigo, un discípulo. “Creo, Señor”, dice aquel hombre que había estado ciego. Es la profesión de fe de un hombre que, amado, reconoce en el amor el rostro de Dios. Es la luz de Jesús, luz que vence el mal, luz que ilumina la vida y la hace eterna.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.