ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de Ramos
Palabra de dios todos los dias

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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Ramos
Domingo 13 de abril

Homilía

La Semana Santa se abre con el recuerdo de la entrada de Jesús en Jerusalén. Su viaje, que comenzó en Galilea, está a punto de finalizar. Según el Evangelio de Mateo, la última etapa es Betfagé, en el monte de los Olivos. Jesús se detiene y envía adelante a dos discípulos para que le consigan una cabalgadura. Quiere entrar en Jerusalén como nunca antes lo había hecho. El Mesías, que hasta entonces se había mantenido oculto, toma posesión de la ciudad santa y el templo, lo que revela su misión de pastor de Israel verdadero y nuevo, aunque esto, y lo sabe bien, le llevará a la muerte. No entra en un carro como el jefe de un ejército de liberación, aunque use la cabalgadura de los soberanos de la antigüedad, sino sobre un borrico (Gen 49,11). El borriquillo no significa pobreza o disminución de la dignidad sino que es verdadero, si acaso, lo contrario. Jesús conocía todo lo que está escrito en el profeta Zacarías: " ¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna" (9,9). Jesús entra en Jerusalén como rey. La gente parece intuirlo y se pone a extender los mantos por el camino, como era costumbre en Oriente cuando pasaba el soberano. Incluso los ramitos de olivo, tomados de los campos y esparcidos a lo largo del recorrido de Jesús, hacen de alfombra. El grito "Hosanna" (significa "ayuda" en hebreo) expresa la necesidad de salvación y ayuda que la gente sentía. Por fin llegaba el Salvador. Jesús entra en Jerusalén y en nuestras ciudades de hoy, como el único que nos puede hacer salir de la esclavitud para hacernos partícipes de una vida más humana y solidaria. Su rostro no es el de un hombre poderoso ni el de un fuerte, sino el de uno manso y humilde. Son suficientes seis días para aclarar todo, el rostro de Jesús será el de un crucificado, un vencido. Es la paradoja del Domingo de Ramos que nos hace vivir a la vez el triunfo y la pasión de Jesús. De hecho, la liturgia, con la narración del Evangelio de la Pasión tras el de la entrada en Jerusalén, quiere como acortar el tiempo y mostrar enseguida el rostro verdadero de este rey. La única corona que en las horas siguientes se le pone en la cabeza es la de espinas, el cetro es una vara y el uniforme es un manto escarlata para burla. Qué verdaderas son las palabras de Pablo: "El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. (Flp 2,6-7). Esos ramos de olivo que hoy son el signo de la fiesta, en unos días, en el jardín donde se retiraba para la oración, le verán sudar sangre por la angustia de la muerte. Jesús no huye, toma su cruz y con ella llega hasta el Gólgota, donde es crucificado. Aquella muerte que a los ojos de la mayoría pareció una derrota, fue en realidad una victoria: era la conclusión lógica de una vida gastada para el Señor. Verdaderamente, sólo Dios podía vivir y morir de esa manera, es decir, olvidándose de sí mismo para donarse totalmente a los demás. Siguiendo una hermosa tradición, cada uno lleva a casa el ramo de olivo bendito después de haber cantado junto a los hijos de los judíos: "Bendito el que viene en nombre del Señor". Es el recuerdo del día de la entrada de Jesús en Jerusalén. Aquel ramito es el signo de la paz, pero debe recordarnos también que Jesús tiene necesidad de nuestra compañía. Justo debajo de los olivos centenarios en Getsemaní, Jesús, apresado por la angustia de la muerte, quiso que los suyos estuvieran a su lado. Qué amargas son aquellas palabras dirigidas a Pedro: "¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? (Mt 26,40). Que el ramo de olivo sea signo de nuestro compromiso por estar cerca del Señor, sobre todo en estos días. Es una manera hermosa de consolar a un hombre que va a morir por todos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.