ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

II de Pascua
Domingo de la “Divina Misericordia”
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 27 de abril

Homilía

El Evangelio que se nos ha anunciado parece querer destacar el tiempo de los creyentes sobre el acontecimiento pascual: es la Pascua la que proporciona el ritmo a la vida de los discípulos. Es así desde el comienzo, de hecho, Jesús resucitado vuelve de nuevo en medio de ellos ocho días después, tras haberse aparecido a los discípulos el día de Pascua. Podríamos decir, el domingo siguiente. Esta vez está también Tomás. Así, domingo tras domingo hasta hoy, ininterrumpidamente desde hace dos mil años, los discípulos de Jesús se reúnen en todos los rincones de la tierra para poder revivir el encuentro con el Señor resucitado. Los apóstoles estaban recluidos en el cenáculo, con las puertas cerradas por miedo. Miedo de perder su vida y su tranquilidad, o lo poco que había quedado de ellos tras la muerte de Jesús. Estaban tristes y resignados, tanto que no tomaron en serio a las mujeres que les habían anunciado la resurrección de Jesús con temor y alegría. Pero aquel día el Señor abrió sus corazones y venció su incredulidad. El evangelista escribe que, al ver al Señor, los discípulos se alegraron y se llenaron del Espíritu Santo. Se transformaron profundamente por una nueva e irresistible energía interior. Ya no eran como antes. Se lo dijeron a Tomás inmediatamente: “¡Hemos visto al Señor!”; pero Tomás no quiso creer sus palabras: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Sin embargo, no era un discípulo malo ni mediocre, ni tampoco el frío racionalista, el hombre del hecho concreto, la experiencia, el hombre positivo que no se deja llevar por la emoción y el sentimiento como las mujeres de las que habla el Evangelio. Tomás era en verdad un hombre de sentimientos fuertes: cuando Jesús decidió ir donde su amigo Lázaro, a pesar de los peligros de muerte, fue el primero que dijo: “Vayamos también nosotros a morir con él”.
Cuando Jesús habló de su partida, Tomás se adelantó para preguntar: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Tomás no era un hombre incapaz de sentimientos, pero ya había aceptado que la resurrección, de la que Jesús había hablado, fuera sólo un discurso, sólo palabras. Cuando los otros diez le anunciaron el Evangelio de Pascua, él respondió con su discurso, con su “credo”. Si no veo y no meto la mano en su costado, no creeré. Es el “credo” de un hombre que no es malvado, que incluso es generoso, pero para quien sólo existe lo que puede ver y tocar. Es el credo de muchos hombres y muchas mujeres, que más que racionalistas son egocéntricos. Es el credo de quienes son prisioneros de su horizonte estrecho, prisioneros de sus propias sensaciones, encerrados sólo en lo que ven y tocan. Ellos no creen en lo que no consiguen tocar, no creen en lo que está lejos de ellos y sus intereses. Es el “no creo” de un mundo de egocéntricos, que fácilmente se convierte en perezoso, violento e injusto. Sí, porque el egocentrismo lleva siempre a encerrarse y a ser incrédulos. Por esto, el credo de Tomás es también a menudo nuestro credo. Ocho días después de la Pascua Jesús vuelve en medio de los discípulos. Esta vez está también Tomás. Podríamos añadir: estamos también nosotros. Jesús, después de haber repetido el saludo de paz, invita a Tomás a tocar sus heridas. En realidad es Jesús quien toca el corazón incrédulo del discípulo llamándole por su nombre y exhortándole: “No seas incrédulo sino creyente”. Estas palabras llenas de cariño y de un cierto reproche hacen caer de rodillas a Tomás. No ha tenido necesidad de tocar, porque él ha sido tocado en el corazón por el Evangelio. Es verdad, ha visto al Señor todavía marcado por las heridas, y quizá ha sido precisamente la visión del cuerpo herido el vehículo a través del cual las palabras del Señor han llegado al corazón de Tomás. “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado”, dice Jesús a Tomás. Sí, es necesario tocar con nuestras manos los muchos cuerpos heridos, enfermos y débiles con los que nos cruzamos, si queremos encontrar al Señor resucitado. La victoria sobre nuestra incredulidad y sobre la incredulidad del mundo comienza precisamente aquí: escuchar el Evangelio de Pascua y tocar las heridas del cuerpo de Jesús aún herido en muchos hombres y mujeres que están cerca y lejos de nosotros. De aquí nace la alegría de la Pascua. El apóstol Pedro nos lo recuerda: “A quien amáis sin
haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa” (1 P 1,8).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.