ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 4 de mayo

Homilía

El Evangelio nos vuelve a presentar el episodio de los dos discípulos de Emaús, y no es casualidad, de hecho, en aquellos dos discípulos que se alejan para regresar a su pueblo y retomar la vida de siempre, estamos también nosotros. ¡Cuántas veces también nosotros estamos marcados por la tristeza que aparece en su rostro! Es una tristeza muy a menudo más que justificada. En efecto, la vida cotidiana es con frecuencia una especie de derrota: es la derrota del Evangelio en la vida de los cristianos y en la vida de los hombres, es la derrota del Evangelio en los perseguidos, en los pobres, en las guerras, en la violencia, en la soledad y en el abandono. Cada día está marcado, aún hoy, por estas derrotas. Por ello, hay muchos motivos justos, diría objetivos, para estar tristes en la vida de nuestras ciudades, en la vida del mundo y también entre nosotros. Incluso diría que haríamos bien en estar un poco más tristes; a menudo olvidamos o no miramos lo que sucede a nuestro alrededor precisamente para no ser tocados en nuestra despreocupación y tranquilidad. Pero en un cierto momento del camino el crucificado mismo se acerca y se pone en medio de los dos discípulos. Ellos no le reconocen. Es él quien les pregunta por qué están tan tristes y abatidos. Le responden: “¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que han pasado allí estos días?”. En efecto, ¿quién es este hombre que no sabe qué ha sucedido durante los días anteriores en Jerusalén? Parece un despistado, uno que no está atento a las vicisitudes reales de la vida, o quizá está simplemente desinformado. Con un tono no muy amable, Cleofás le tilda de forastero, casi para subrayar que es un extraño para ellos y para la vida. Pero la paradoja es que van hablando precisamente de él, del forastero. Afirman: “Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó”. La tristeza es precisamente la ausencia de la esperanza. Luego, casi como si se tratara de una noticia de sucesos, sin creerlo, añaden: “El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles que decían que él vivía”. Los dos habían oído el Evangelio de la Resurrección, pero se quedaron con su tristeza. Es cierto que las mujeres no le vieron, pero también es cierto que ellos, a pesar de tenerle a su lado como compañero de viaje, no le reconocen. En este punto, Jesús les reprocha su incredulidad: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!; y se pone a explicarles las Escrituras. Pasa casi todo el día comentando las páginas que hacían referencia al Mesías. La compañía de Jesús es lo que transforma su corazón y su vida. La relación frecuente con el Evangelio es lo que cambia el corazón de los discípulos. Es como una gran liturgia de la palabra hecha en el camino. Es una gran explicación dirigida a gente que cree, que incluso ha escuchado el Evangelio, pero que al no vivirlo está triste. Hacia el final del viaje, una invocación sencilla sale del corazón de los dos: “Quédate con nosotros”. Jesús acoge la invitación y entra en casa. El evangelista habla de una cena, de un pan partido y repartido. Es la santa cena del Señor durante la cual, finalmente, se les abren los ojos y le reconocen. El forastero desaparece, pero el Señor permanece en su corazón para continuar dándoles calor con su palabra. El día de Emaús es el día de cada uno de nosotros; es nuestro modo de encontrar al Señor resucitado. También nosotros hoy, como cada domingo, le decimos: “Quédate con nosotros, Señor”.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.