ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de mayo

Homilía

“Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36). Estas palabras resuenan con fuerza en nuestros oídos incluso hoy. Pedro no lanza acusaciones contra personas o grupos concretos; no acusa sólo a los judíos (a veces estas palabras se utilizan equivocadamente para justificar la aversión a los judíos); el apóstol acusa a todos, empezando por sí mismo y siguiendo por los demás, incluso a los romanos y a aquellos que se encontraban en Jerusalén y que no se habían opuesto a la injusticia que se estaba perpetrando contra aquel justo. Todos fueron corresponsables: unos por miedo, otros por indiferencia, traición o distracción. Todos, en el fondo, por el mismo motivo: salvarse cada uno a sí mismo y conservar la propia tranquilidad. El único que no se salvó a sí mismo fue Jesús, y por eso Dios intervino y lo rescató de la muerte. La resurrección pertenece a Dios. Nuestra es, en cambio, la responsabilidad por la muerte de aquel justo; nuestra es también la responsabilidad por la muerte de muchos justos aún hoy. Por eso, dicen los Hechos, a los que escuchaban a Pedro, al oír el Evangelio de la resurrección “estas palabras les llegaron hasta el fondo del corazón”. También ellos se percataron de la enorme distancia entre la indiferencia de su conducta y la intervención apasionada de Dios que libera a Jesús de la muerte. Antes que ellos, el mismo Pedro había tenido el corazón compungido cuando oyó el canto del gallo que le recordó la traición. De igual modo, los dos discípulos tristes de Emaús sintieron “arder su corazón en el pecho” mientras aquel forastero que se les había unido durante el camino, les explicaba las Escrituras. El Evangelio toca el corazón y lo hace “arder”, pero no cuando nos sentimos buenos, sensibles, religiosos, sino cuando nos percatamos de nuestra distancia de Dios, el único bueno, y sentimos la necesidad de ayuda para no sucumbir en nuestra debilidad. En un mundo en el que raramente apreciamos la grandeza de Dios pero sentimos cada vez con más frecuencia la buena consideración de nosotros mismos, escuchar el Evangelio nos hace descubrir nuestro verdadero rostro. Y es precisamente la conciencia de nuestra debilidad y nuestra maldad la que nos cuestiona: “¿Qué tenemos que hacer?”. No es una pregunta formal. Al contrario, está llena de disponibilidad para cambiar el corazón. Los que escuchaban a Pedro no preguntan: “¿Qué deben hacer los demás?”, sino qué debe hacer cada uno de ellos. La respuesta está en el Evangelio: seguir a Jesús, el buen pastor. El Evangelio habla de un recinto para las ovejas. Hay algunos que entran por caminos oscuros: son los que se insinúan, como ladrones y malhechores, en la noche del miedo y de la debilidad, para llevarse el corazón de los discípulos, para debilitar su vida. Puede tratarse de un discurso, de una persona, de una costumbre o de cualquier otra cosa que atrapa el corazón de los discípulos. Otros entran en el recinto por la puerta: es el pastor de las ovejas, el “guardián que les abre la puerta y al que las ovejas escuchan”. En las primeras apariciones, Jesús encontró las puertas del corazón de los discípulos cerradas por el miedo y la incredulidad. Ahora la puerta se abre, el pastor entra y llama a sus ovejas una por una: es la palabra del Resucitado que llama por su nombre a María mientras está llorando ante el sepulcro; es la palabra que llama a Tomás para que no sea incrédulo sino creyente; es la palabra que pregunta tres veces a Pedro: “Simón de Juan, ¿me amas?” Es una voz directa que requiere una respuesta igualmente directa. No es una voz extraña. Es la voz del amigo. No lleva a otro recinto, quizá más hermoso y cómodo, sino que elimina todos los cercados y barreras para poner ante nuestros ojos el horizonte ilimitado del amor. Pablo dice: vosotros sois libres de todo para ser esclavos de una sola cosa, del amor. Jesús nos lleva hacia ese amor. Él camina delante de nosotros y nos lleva hacia ese prado verde: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. Los que le siguen se salvarán: “El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.