ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 21 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 15,1-8

«Yo soy la vid verdadera,
y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto,
lo corta,
y todo el que da fruto,
lo limpia,
para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios
gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros.
Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,

si no permanece en la vid;
así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto;
porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí,
es arrojado fuera, como el sarmiento,
y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego
y arden. Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que queráis
y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está
en que deis mucho fruto,
y seáis mis discípulos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con el evangelio de hoy comienza la segunda parte del discurso de despedida de Jesús a los discípulos. Ha hablado ya de la comunión con los suyos que se realiza a través del amor y el Espíritu Santo. Ahora, con la imagen del Padre como agricultor, del Hijo como la vid y de los discípulos como los sarmientos quiere describir aquella circularidad de amor que une a los discípulos a él y al Padre. En otras ocasiones, en las Escrituras se usa la imagen de la vid (y la viña) para describir la relación entre el Señor y su pueblo. Esta vez, sin embargo, la vid no es el pueblo de Israel sino Jesús mismo. Él es la "vid verdadera" que produce frutos buenos y que da la vida. La comunión entre él y el Padre es la fuente de su vida misma y el origen de su obra. Bajó del cielo a la tierra para cumplir la voluntad del Padre, y la voluntad del Padre es que Jesús, uniendo a los discípulos consigo mismo, les haga partícipes del mismo amor que Él tiene con el Padre. Comienza su discurso diciendo: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos". Con esta imagen quiere que los discípulos entiendan el tipo de vínculo que establece con ellos: la relación es tan estrecha como para formar una sola unidad con él. En efecto, el sarmiento vive y da fruto sólo si permanece unido a la vid; si se separara, se secaría y moriría. Por tanto, mantenerse unidos a la vid es esencial para las sarmientos. Por esto Jesús continúa: "El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada". No hay otro camino para el discípulo fuera de la comunión firme con el Maestro y el modo de preservar la comunión lo explica el propio Jesús cuando dice: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis”. Al término "permanecer", utilizado once veces en el pasaje del Evangelio que hemos escuchado hoy, lo sigue la expresión "dar fruto" que se utiliza en ocho ocasiones. Dar fruto es propio de los discípulos que escuchan la Palabra de Dios con el corazón atento, y esta es la manera de dar gloria a Dios, como Jesús mismo señala: "La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos". El discípulo no es tanto aquel que acepta una doctrina, como quien permanece unido con amor a Jesús, precisamente como el sarmiento a la vid.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.