ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 25 de mayo

Homilía

En este tiempo, a medida que continuamos viviendo el misterio de la Pascua, la Santa Liturgia nos reúne en oración para que nos preparemos, como los apóstoles, para recibir el don del Espíritu Santo. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos dice acerca de Pedro y Juan que fueron a Samaría entre los que habían abrazado el Evangelio, para invocar sobre ellos el Espíritu Santo: “pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo" (Hechos 8,16-17). Es el primer testimonio de lo que llamamos la "Confirmación". Hoy la Palabra de Dios, al igual que Pedro y Felipe, ha bajado en medio de nosotros para preparar nuestro corazón para recibir este maravilloso regalo. El próximo domingo celebraremos la Ascensión de Jesús al cielo. A partir de ese día los discípulos ya no verán con sus ojos a aquel maestro a quien habían seguido, escuchado, tocado, durante tres años enteros. El Evangelio, continuando la lectura del domingo pasado, nos lleva a la noche de la última cena, cuando Jesús habló de su separación de ellos y les vio entristecerse de repente. Sus palabras se vistieron de inmediato de consuelo y esperanza; aquellos hombres, a quienes había mantenido unidos con un gran esfuerzo, eran suyos, le pertenecían. No quería que se dispersaran, y mucho menos que se perdieran. Él estaba a punto de
"partir". Y no había que dar por seguro que hubieran seguido juntos, y no era indiscutible que, aun permaneciendo juntos, hubieran seguido anunciando el Evangelio hasta los confines extremos de la tierra. "No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros", dijo Jesús.
Sin duda, en los pensamientos de Jesús, dominaba la preocupación por el futuro de ese pequeño grupo que había reunido. Una preocupación que tenía desde el principio, pero que aquella noche se presentaba en toda su claridad y dramatismo. A partir de este sentimiento, no sin rasgos dramáticos, nacían las palabras que había dicho al comienzo de la cena: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros". El deseo de encontrar a los discípulos tomaba la forma de querer darles su testamento, su legado, que debería perpetuarse en el tiempo. Aquella cena era el momento culminante de esta entrega, y cada liturgia dominical nos hace revivir dicho momento también a nosotros. De hecho, en aquella cena ya estaban presentes todas las santas liturgias que vendrían después en todos los lugares de la tierra y en todo tiempo, incluida la que estamos celebrando hoy. No por casualidad Jesús, dirigiéndose al Padre reza no sólo por aquel pequeño grupo de discípulos, "sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí" (Jn 17,20) .
Hay una característica de nuestra espiritualidad y nuestra pastoral que hay que recuperar claramente: la preocupación por el futuro de las comunidades. Para ser discípulos del Señor no es suficiente con dejarse absorber por el trabajo cotidiano en su inmediatez. En el presente ya debemos cultivar el futuro que deseamos. Es lo que Jesús nos enseña aquella noche. Él tiene ante sus ojos a un grupo de personas, pocas y frágiles; las mira con afecto y sueña con la humanidad entera reunida alrededor de la mesa. Por supuesto, es muy ingenuo confiar el legado a aquellas manos, pero es la ingenuidad de Dios la que se fía y se confía a los pequeños y los débiles. Jesús dice que no les dejará solos, como si fueran huérfanos abandonados. El término tiene fuertes connotaciones del Antiguo Testamento, donde el huérfano es el prototipo de la persona que está a merced de los poderosos, aquel respecto al cual se cometen no pocas injusticias. Jesús no dejará a los suyos indefensos y anuncia la llegada de un "espíritu consolador" (literalmente un "auxiliador"), que es el "Espíritu de la verdad". El término "auxiliador", aplicado al Espíritu Santo, significa aquel que ayuda en todas las circunstancias, especialmente en las más difíciles. Mientras ha estado con los suyos, Jesús mismo les ha ayudado, instruido y defendido. "Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición" (Juan 17,12), dice Jesús en la oración al Padre. De ahora en adelante el Espíritu será su auxiliador permanente. Él, dice Jesús, se quedará con vosotros para siempre. Hay necesidad del Espíritu de Jesús, porque no se encuentra en el mundo; es un espíritu que el mundo ni ve ni conoce, es ajeno a las lógicas de este mundo, a las ideologías de la mentira, a aquellos sistemas perversos que oprimen a los hombres y perpetúan la violencia. Pero el Espíritu de Jesús es ajeno asimismo a los muchos espíritus que poseen nuestros corazones y nuestros pensamientos. Me refiero al espíritu de indiferencia, al espíritu del amor sólo por uno mismo, al espíritu de orgullo, de enemistad, de envidia, de engaño y de arrogancia, ¡y muchos más! No hay necesidad de recurrir a una antigua demonología, que luego se elimina fácilmente de nuestra racionalidad, para hablar de espíritus, y ni siquiera hay necesidad de creer en posesiones diabólicas con una facilidad que desconcierta, si no fuera tan perjudicial.
Se trata más bien de reconocer, con mayor realismo, que circulan verdaderamente muchos malos espíritus, pero estos espíritus no son extraños. Están vestidos de normalidad. Las exageraciones son un recurso astuto para poder vivir tranquilos. En realidad cada uno de nosotros debería reconocer que está poseído por estos espíritus malignos, y hacerlo tranquilamente, sin oponerse demasiado. Ellos son los que hacen daño, los que multiplican las violencias, las soledades, las hostilidades y las guerras. Todas estas cosas nacen de corazones entristecidos y maleados. No vamos a examinar los casos excepcionales. Por supuesto, producen preocupación, pero son sólo la punta de una realidad mucho mayor. Lo que realmente vuelve nuestra vida infernal, son estos espíritus de egoísmo ordinario que esclavizan nuestros corazones y guían nuestros comportamientos de manera distorsionada. Por esto todavía hoy hay necesidad de Pentecostés. Necesitamos que el Espíritu del Señor descendienda y haga temblar, en un terremoto espiritual, las paredes rígidas y cerradas de nuestro corazón; hay necesidad de que una nueva llama se pose sobre la cabeza de cada uno y nos libre de la pereza y el miedo. Mientras estamos en el comienzo del tercer milenio, se nos pide volver a vivir, para nosotros y para el mundo, el milagro de aquel primer Pentecostés que transformó el corazón y la vida de los discípulos.
Pero, ¿desde dónde comienza el milagro de Pentecostés? No es especialmente complejo. El milagro comienza por el amor a Jesús, por el amor al Evangelio y este amor es la primera llamita que desciende sobre la cabeza de los discípulos y calienta su corazón. El amor de Jesús es, por tanto, el comienzo de toda experiencia religiosa cristiana. Jesús, en la última cena, se dirigió a los discípulos diciéndoles: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos". Es la primera vez en el Evangelio que Jesús pide a los discípulos que le amen. Hasta entonces había pedido que amaran al Padre, a los pobres, a los pequeños y que se amaran mutuamente entre ellos. Ahora, poco antes de su muerte, les pide que le amen. Por supuesto, hay una pregunta de cariño, pero para Jesús, el amor no termina en él, se derrama con abundancia sobre nosotros. Jesús dice: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él". Esta llamita de amor que el Espíritu deposita en el corazón de cada uno de nosotros es la fuerza interior que nos sostiene en el camino de la vida y nos hace crecer a imagen del Señor Jesús. Es la energía que regenera el mundo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.