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Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los santos y de los profetas

Los judíos celebran la fiesta de Shavuot (Pentecostés) Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 4 de junio

Los judíos celebran la fiesta de Shavuot (Pentecostés)


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 17,11-19

Yo ya no estoy en el mundo,
pero ellos sí están en el mundo,
y yo voy a ti.
Padre santo,
cuida en tu nombre a los que me has dado,
para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos,
yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado.
He velado por ellos y ninguno se ha perdido,
salvo el hijo de perdición,
para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti,
y digo estas cosas en el mundo
para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra,
y el mundo los ha odiado,
porque no son del mundo,
como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo,
sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo,
como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad:
tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo,
yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo,
para que ellos también sean santificados en la verdad.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acaba de dirigir al Padre la invocación para que proteja a sus discípulos. Hasta ahora ha sido él personalmente, quien los ha reunido –los ha llamado uno a uno–, instruido, corregido, defendido y llevado por el camino de la salvación. Los ha conservado a todos menos a uno, Judas, que prefirió seguir sus designios distanciándose del designio de Jesús. Aquellos once, de todos modos, estaban a punto de quedarse solos, sin su presencia física. Y Jesús sabe perfectamente que deberán hacer frente a pruebas muy duras. Por eso se siente preocupado por ellos. ¿Serán capaces de resistir los ataques del maligno que intentará por todos los medios alejarlos de él y del Evangelio? Sabe que la división entre ellos los convertiría en presas fáciles del maligno. Y reza: "Cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros". La unidad entre el Padre y el Hijo se convierte no solo en el termómetro de la autenticidad de los discípulos, sino también en la razón de la vocación cristiana. La salvación es la comunión de todos con el Padre y el Hijo. Y en la comunión encontramos la plenitud de la alegría, como el mismo Jesús dice: "para que tengan en sí mismos mi alegría colmada". La alegría de los discípulos no es el optimismo fácil y evidente, sino el compromiso por abatir las divisiones para crear la comunión entre todos. Esta obra no nace simplemente de nuestra buena voluntad, sino de escuchar la Palabra de Dios que nos ayuda a alejarnos de nuestro egocentrismo, a abatir las enemistades para que podamos crear un mundo fraterno y solidario. Es una obra, la del creyente, que choca con la mentalidad individualista y egocéntrica de este mundo. Y el choque es inevitable. Es una lucha que empieza justamente en el corazón para arrancar el instinto egocéntrico que sobrevive en la sociedad. Jesús no reza para que sean retirados del mundo, pues sería la negación misma del Evangelio. Más bien, los cristianos son llamados a ser la levadura de fraternidad en el mundo. Esa es su vocación: transformar el mundo para que sea cada vez más un mundo de fraternidad y de amor entre todos. Jesús reza en ese sentido: "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo". Hay como un hilo conductor que une el corazón de la Trinidad, cuando el Hijo le dice al Padre: "Heme aquí: envíame". Jesús envía en misión por el mundo a los discípulos de todos los tiempos para que continúen cumpliendo la obra de Dios.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.