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Sábado 7 de junio

Vigilia de Pentecostés


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 21,20-25

Pedro se vuelve y ve siguiéndoles detrás, al discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?» Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?» Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.» Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: « No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga.» Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con este pasaje termina el Evangelio de Juan. Jesús, como oímos ayer, se apareció a los discípulos por tercera vez a orillas del lago de Tiberíades. Pedro, tras haber contestado a la triple pregunta sobre el amor y tras haber recibido por tres veces el encargo pastoral y haber escuchado las palabras de Jesús sobre su vejez, se da la vuelta y ve al discípulo al que Jesús amaba. Entonces le pide a Jesús: "Señor, y éste, ¿qué?". La pregunta quizás responde a la curiosidad o al deseo de compararse. Pero la respuesta es brusca: "Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme". Jesús vuelve a llamar a Pedro para que lo siga con decisión personalmente, sin distraerse, porque esa es la cosa más importante en la que debe pensar, al igual que todo aquel que quiere seguir a Jesús. Las palabras sobre el discípulo que les seguía, que tienen un halo de misterio, llevaron a algunos de la comunidad inicial a creer que aquel discípulo no moriría jamás. No obstante, algo está claro: el Señor se preocupa por Juan, no queda abandonado a su suerte. El especial recuerdo que se hace en este pasaje que cierra el cuarto Evangelio dirige la atención al verbo "quedarse" con el que Jesús parece indicar el lugar de aquel discípulo en la vida de la Iglesia. Está llamado a "quedarse" en el amor, es decir, a expresar no solo su amor hacia el Señor, sino aún más el amor que el Señor siente por él. Juan es el discípulo que amaba a Jesús, y sobre todo el discípulo al que Jesús amaba. Por eso se recuerda la escena extraordinariamente tierna de la última cena, cuando el discípulo pudo reposar su cabeza sobre el pecho de Jesús, mostrando así una intimidad no habitual entre él y el Maestro. Solo aquel que recostó su cabeza "sobre el pecho de Jesús" fue capaz de comprender el misterio del Hijo de Dios. Guiado por el Espíritu descubrió el amor del Señor y lo vivió y dio muestra de él en la comunidad. Las últimas líneas del Evangelio, que forman una nueva conclusión, subrayan ese testimonio. Escribe el autor: "Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero". El autor quiere asociar el escrito evangélico a la vida de la comunidad del discípulo al que Jesús amaba. Desde el origen está clara la relación que une la narración evangélica con la vida de la comunidad, hasta el punto de poder decir que solo a través de esa relación se puede comprender profundamente lo que hay escrito en el texto. El autor quiere destacar que estamos ante una obra incompleta: "Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran". Es una hipérbole que esconde una profunda verdad: la revelación de Jesús es un misterio tan grande y profundo que el hombre no lo puede comprender por completo. Como mucho, los discípulos que lean estas páginas saben que pueden comprenderlas solo si –como su autor– recostan su cabeza sobre el pecho de Jesús. En un clima de oración y de amor se entiende profundamente el sentido de lo que hay escrito en este libro.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.