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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 15 de junio

Homilía

La fiesta de la Trinidad, que el calendario litúrgico latino celebra después del domingo de Pentecostés, abre el último y largo periodo que cierra el año litúrgico. Es un tiempo llamado "ordinario", porque no recuerda en particular ningún capítulo de la vida de Jesús, al que hemos "visto" ascender al cielo. Pero no por eso es un tiempo menos significativo que el anterior. De hecho, podríamos decir que la fiesta de la santísima Trinidad proyecta su luz en todos los días que vendrán hasta el inicio del Adviento; es como si quisiéramos dilatar en el tiempo la costumbre que tenemos de empezar todas nuestras acciones –y todos nuestros días– en el "nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Si nos fijamos en nuestras costumbres mentales, debemos decir que generalmente consideramos el misterio de la Trinidad poco significativo para nuestra vida, para nuestro comportamiento. Tanto en la doctrina de la fe como en la ética importa poco que Dios sea Uno y Trino. Casi siempre lo consideramos un "misterio" que no logramos comprender.
La Santa Liturgia, reproponiendo este gran y santo misterio a nuestra atención, responde a nuestra pequeñez y a nuestra inveterada distracción. He dicho "re-proponer" porque este misterio, en realidad, está presente y acompaña toda la vida de Jesús, desde la Navidad. Es más, acompaña toda la historia de la humanidad, desde la misma creación, cuando "Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada" (Jn 1,2-3), como escribe Juan en el prólogo de su Evangelio. Eso indica que ya el momento de la creación está radicalmente marcado por la comunión entre el Padre y el Hijo, de modo que podemos decir que todas las realidades humanas están hechas de comunión y para la comunión. ¿Por qué, tras haber creado al hombre, Dios dice: "No es bueno que el hombre esté solo"? La respuesta es sencilla: porque lo había creado "a su semejanza, según su imagen". Y Dios, el Dios cristiano (y debemos preguntarnos si muchos cristianos creen en el "Dios de Jesús"), no es un ser solitario, que está en las alturas, poderoso y majestuoso. El Dios de Jesús es una "familia" de tres personas, que se quieren tanto, podríamos decir, que son una sola cosa. Pero eso no basta. Estas tres Personas no se quedaron para ellas mismas la alegría que las une de modo tan extraordinario que las hace ser una sola cosa. Quisieron dar a los hombres y a las mujeres del mundo su vida, su amor. Escribe Juan: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). La decisión de enviar al Hijo no nace de una obligación jurídica, sino más bien de una sobreabundancia de amor. La Trinidad, pues, no es otra cosa que este misterio sobreabundante de amor que desde el cielo se ha derramado por la tierra superando todas las fronteras, todos los límites e incluso todos los credos. Y es como una energía irrefrenable para quien la acoge. El Espíritu Santo impulsa, lo lleva todo, toda la creación, hacia Dios, hacia la vida de Dios, que es plenitud de amor. La Trinidad, esta increíble "familia", decidió entrar en la historia de los hombres para llamarlos a todos a formar parte de ella. También es el horizonte final que hoy se nos revela. Dicho horizonte es sin duda el desafío más apremiante al que debe hacer frente hoy la Iglesia, todas las Iglesias cristianas; y aún diría más: todas las religiones y todos los hombres. Es el desafío de vivir en el amor, mientras que parecen prevalecer los impulsos hacia el individualismo, la etnia, el clan, el país, el grupo. La Trinidad supera las fronteras, y en cualquier caso las relativiza hasta destruirlas. Es el desafío de vivir en el amor en un tiempo en el que la globalización sin duda ha acercado a los pueblos pero no los ha hecho más hermanos. La Trinidad es el fermento de amor que convierte a personas distintas en una unidad de amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.