ORACIÓN CADA DÍA

Palabra de dios todos los dias

Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo 22 de junio

Homilía

La fiesta del Corpus Christi manifiesta el antiguo y arraigado amor por la Eucaristía, por el cuerpo y la sangre del Señor. El apóstol Pablo escribe a los Corintios: "Yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias, lo partió y dijo: 'Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío'. Asimismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: 'Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía'". El mismo Señor exhorta a los discípulos de todos los tiempos a repetir en su memoria aquella santa cena. Y el apóstol añade: "cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga". No es una cena más que se repite, con cierto cansancio, como muchas veces podemos hacer. La Eucaristía que celebramos es siempre la Pascua que Jesús celebró. Esa es la gracia de la eucaristía: que participamos en la única Pascua del Señor.
La Iglesia custodia la concreción de las palabras de Jesús y venera en aquel pan y en aquel vino su cuerpo y su sangre, para que podamos continuar todavía hoy estando con él. Podríamos añadir que en aquel pan y en aquel vino no está presente el Señor de cualquier manera. Está presente como cuerpo "partido" y como sangre "derramada", es decir, como aquel que pasa entre los hombres no conservándose a sí mismo sino dando toda su vida, hasta la muerte en la cruz, hasta que de su corazón salió "sangre y agua". No salvó nada de sí mismo. No se guardó nada para él, hasta el final. Aquel cuerpo partido y aquella sangre derramada son un escándalo para cada uno de nosotros y para el mundo, porque estamos acostumbrados a vivir para nosotros mismos y a conservar todo lo que podemos de nuestra vida. El pan y el vino, que se nos muestran varias veces durante la santa liturgia, contrastan con el amor por nosotros mismos, con la atención escrupulosa que prestamos a nuestro cuerpo, con el meticuloso empeño que ponemos en resguardarnos y en evitar trabajos y esfuerzos. Pero a pesar de todo, recibimos el pan y el vino; continúan siendo partidos y derramados para nosotros el pan y el vino, que nos libran de nuestras esclavitudes, transforman nuestra dureza, hacen desaparecer nuestra avaricia y borran el amor por nosotros mismos. El pan y el vino, al mismo tiempo que nos arrancan de un mundo concentrado en sí mismo y condenado a la soledad, nos reúnen y nos transforman en el único cuerpo de Cristo.
El apóstol Pablo, reconociendo la riqueza de este misterio en el que participamos, nos advierte con severidad para que nos acerquemos a él con temor y temblorosos porque "quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba del cáliz" (1 Co 11,28). Pero si realmente nos examinamos, ¿quién de entre nosotros puede acercarse al Señor? Sabemos que somos débiles y pecadores, como cantamos en el salmo: "yo reconozco mi delito, mi pecado está siempre ante mí" (Sal 51,5). Pero nos llega la liturgia y pone en nuestra boca las palabras del centurión: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". Una palabra tuya. Sí, la Palabra del Señor nos invita a acercarnos a ella, nos da dignidad, porque es una palabra que perdona y cura. Para llegar a la mesa del Señor primero hay que escuchar la Palabra, que purifica y calienta el corazón. Así pues, hay una especie de continuidad entre el pan de la palabra y el pan de la eucaristía. Es como una única mesa en la que el alimento es siempre el mismo: el Señor Jesús, que se hace alimento para todos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.